jueves, 30 de julio de 2009

Lucha en el Norte

En diciembre de 1936 permanecen fieles a la República Vizcaya, la franja norte de Álava, Santander, gran parte de Asturias – con Oviedo como bastión nacional- y parte de León.

Se organiza una ofensiva vasca como parte de la respuesta al ataque nacional a Madrid, El general Francisco Llano de la Encomienda, jefe del Ejército del Norte, cuenta con la superioridad de sus tropas, que operan autónomamente en cada territorio: Asturias, Santander y Vizcaya. Aunque el plan original detallaba ataques en todos los frentes, al final acaba reduciéndose a una operación conjunta entre santanderinos y vascos para confluir sobre Miranda de Ebro (Burgos), mientras los asturianos intentarían sitiar Oviedo.

Con la aprobación del Estatuto y la constitución del primer Gobierno vasco, los nacionalistas se han implicado de lleno en la causa republicana. El lehendakari José Antonio Aguirre ha organizado un ejército vasco independiente que logra reunir a 25.000 hombres, organizados en 27 batallones de infantería (750 hombres), otros 6 de Sanidad, Transmisiones y zapadores, y un regimiento de Artillería. Las relaciones con el Jefe del Ejército del Norte no son buenas. El hombre del lehendakari es el capitán Francisco Ciutat, comunista, quién lleva desde septiembre intentado crear un Estado Mayor en el Ejército del Norte. Ciutat ve el peligro de la escasez de mandos militares y en la precaria organización del Ejército, que cuenta con unidades nacionalistas, socialistas, comunistas y anarquistas que combaten al lado, pero no juntas.

La primera ofensiva del ejército vasco ya está organizada. Toda Álava está en manos nacionales excepto la franja norte defendida por el monte Gorbea. El objetivo de la ofensiva es conquistar Vitoria y romper la comunicación de Sevilla con París abriendo de nuevo la frontera francesa para los republicanos.

El ataque debía dirigirse a tres puntos principales: la ocupación de Murguía (Álava) desde el pueblo de Barambio y desde el monte Gorbea, el ataque a Villarreal, y la ofensiva contra las posiciones del puerto de Arlabán, que une Álava con Guipúzcoa. Sin embargo, ante las noticias de que los facciosos disponían de más fuerzas de las previstas, las órdenes cambian a última hora: se atacará Villarreal. Villarreal era un punto estratégico importantísimo. Si el nuevo ejército de Euskadi lograba ocupar esta posición, se ponía a tiro de piedra de Vitoria.

El volumen del ejército vasco suponía un cuerpo muy poderoso que debía poder aplastar la escasa resistencia de los pocos nacionales de Vitoria, a los que Mola había escatimado refuerzos para mandarlos a otros frentes. Los nacionales podía perder todo lo ganado en el Norte si el ejército vasco recuperaba Vitoria para la República.

El 30 de noviembre comienza la ofensiva sobre Villarreal, el lehendakari y Ciutat siguen las incidencias desde muy cerca. El ejército vasco ocupa las alturas y rodea Villarreal fácilmente ocupando pequeños pueblos en las faldas del monte Gorbea y apoderándose de los embalses que abastecen de agua a Vitoria. La prensa vasca califica el ataque de brillante y el diario Euzkadi titula “Comienza la reconquista”.

El general Emilio Mola reacciona enseguida enviando refuerzos para defender Vitoria, entre los que se encuentran tropas moras: el diario Euzkadi titula “Los vascos, como en el siglo VIII, impedirán el paso de la morisma”. Pero la gesta de Roncesvalles es sólo un recuerdo. Tres días después el general Emilio Alonso Vega consigue romper el cerco de Villarreal. La presión del ejército vasco continúa aún algunos días, sin avances significativos ni en el centro ni en los flancos. Se llega a bombardear Vitoria pero sin eficacia palpable. Los cazas rusos que apoyan al ejército vasco no muestran combatividad alguna “.....en las operaciones de Villarreal, la aviación enemiga venía tres o cuatro veces al día siempre a la misma hora, y se les dijo a los rusos, pero siempre llegaban cuando los otros se habían marchado...” recuerda el responsable de Artillería Casiano Guerrica-Echevarría.

La prensa de Madrid recoge historias magnificadas de los combates y los avances de las tropas republicanas pero la realidad es otra. La niebla y la nieve impiden muchos días las operaciones militares y la línea del frente termina estancándose. La ofensiva se suspende y se salda con un fracaso que ha costado unos 800 muertos y 4.000 heridos al bando republicano. Los defensores de Villarreal acuñaron el apodo de Napoleonchu con que desde entonces se conoció al lehendakari en la zona nacional.

Parece que no se ha cometido un único error, sino que varias circunstancias se han unido para desperdiciar la clara ventaja que tenía el ejército vasco sobre el papel. Primero, la falta de coordinación en el mando, dividido entre el propio lehendakari Aguirre, Francisco Ciutat y el jefe sobre el terreno Modesto Arambarri. Segundo, la composición de los batallones: ligados cada uno a una ideología política concreta, atienden a menudo más a su partido político que a la jefatura militar. Tercero, la caótica situación de las comunicaciones que llega a anular la operatividad de los milicianos. Y por último, existe una acusación repetida respecto a la preparación de los combatientes, faltos de instrucción y con mandos muy jóvenes no profesionales.

También se le achaca al lehendakari, cuando las tropas vascas embarrancaron en las afueras de Villarreal sin completar la maniobra envolvente, no haber pedido el apoyo de las brigadas asturianas que esperaban en Castro Urdiales la orden para incorporarse al frente de Villarreal: en solo tres horas podrían haberse sumado al grueso del ejército de Euskadi para avanzar hacia Vitoria en una sola jornada.

Ahmete

miércoles, 29 de julio de 2009

Tal día como hoy

Hace 50 años

Madrid, 19 de julio de 1959

Aparece el cadáver de Félix López Robledo, de 43 años en su negocio del nº 19 de la calle Alcalde Sainz de Baranda de la capital española. El cadáver presenta signos de lucha y un orificio de bala en la nuca.

Poco después son encontrados muertos Emilio Fernández Díaz, prestamista y socio del anterior, su esposa embarazada y la criada. Salvo la criada que tiene un puñal clavado en el pecho, los otros dos cadáveres presentan iguales orificios de bala en la nuca que López Robledo.

Dos días más tarde es detenido en un hotel José Jarabo Pérez Morris, puertoriqueño. Expulsado de su país por tráfico de estupefacientes. Después de ser interrogado la Policía llega a la conclusión de que debía una fuerte cantidad de dinero a Fernández Díaz. Cuando éste exigió a Jarabo el pago de sus deudas aquel, que no tenía la suma exigida, decidió matarle, junto con su socio y su esposa; por desgracia estaba a punto de salir de la casa cuando la criada llegó de hacer un recado de su señora.

La policía lo encontró gracias a una notificación de la tintorería donde Jarabo había llevado el traje manchado de sangre que llevaba al cometer los asesinatos.


Hace 100 años

España, 4 de agosto de 1909

El gobierno acuerda suprimir la redención por metálico del servicio militar.

El derecho a liberarse del servicio militar pagando una cantidad de dinero es calificado de “impuesto de sangre para los pobres, impuesto en dinero para los ricos” ya que supone comprar y vender el riesgo de perder la vida. La línea de demarcación entre los que se pueden permitir el pago del dinero y los que no, depende de los altibajos económicos.

La redención en metálico, si a veces resulta un gasto ruinoso para el campesino o el menestral, oneroso para el abogado o el pequeño fabricante hasta el punto de obligarle a pagarlo a plazos durante 20 años, para el financiero, el aristócrata o el armador no afecta al equilibrio de su presupuesto.

Aprovechando esta situación, se crean empresas de sustitutos, dirigidas por personajes de la política, economía y cultura.


Hace 150 años

Madrid, 26 de julio de 1859

Primera Ley de Minas de España.

Distinguía en suelo y subsuelo, la superficie de propiedad particular y el subsuelo, originariamente bajo el dominio del Estado, que podrá, a su conveniencia, abandonarlo al aprovechamiento común, cederlo gratuitamente al dueño del suelo o enajenarlo mediante un canon a los particulares que lo soliciten.

Se trata de una ley sumamente liberal y que da toda clase de facilidades a prospectores y explotadores de minas.


Hace 200 años

Talavera, 28 de julio de 1809

Las tropas anglo-españolas, al mando de los generales Gregorio Cuesta y Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington, vencen a los franceses en Talavera. Aprovechando las retiradas de Soult, de Portugal y de Víctor, de Extremadura, Cuesta y Wellesley se proponen asestar un duro golpe en Talavera sobre el ejército central de José I. Después de algunas indecisiones de Cuesta, las tropas anglo-españolas rechazan los ataques franceses del 27 y 28 de julio. Tras estos fracasos, José I y sus generales deciden abandonar el campo de batalla.

Los aliados no les persiguen, porque Wellesley recibe noticias de que el mariscal Soult avanza hacia el Sur desde Salamanca; además las tropas están faltas de alimentos y municiones, Wellesley culpa de esto último a los españoles y escribe a la Junta Central negándose a colaborar con el ejército español, aduciendo que con la victoria de Talavera ha logrado su objetivo primordial; eliminar la amenaza francesa sobre Portugal.

Ahmete

Comentarios

Como algunos me habíais comentado, los comentarios causaban problemas. Los problemas se han solucionado. La solución creo que tengo. He tenido que modificar algunas cosillas. Las modificaciones parecen funcionar. Espero vuestros comentarios.

Ahmete.

sábado, 25 de julio de 2009

Blanca de Castilla, 3ª parte y última

Una personalidad tan avasalladora no había de abandonar la escena por una nimiedad como el hecho de que su hijo bienamado llegara a la mayoría de edad y la plenitud legal de sus poderes. A pesar de esto, Blanca siguió firmando al lado del nombre de Luis IX, y en muchas ocasiones, ella sola. Esta actitud no representaba en modo alguno desamor ni desacato respecto del rey, pues era patente el cariño que le profesaba.

Un momento especialmente dramático para plasmarlo fue aquel en que el rey Luis se despidió de su reino para ir a la Cruzada, en junio de 1248. Blanca no encontraba la hora de dejarle marchar y le fue acompañando varios días mientras él hacía camino. Tras muchas insistencias, se separaron y ella le dijo con llantos y suspiros: «Beau, tendré fils, nunca más te volveré a ver, el corazón me lo dice».

La reina madre acertó. San Luis habría de pasar cuatro años combatiendo en Pales- tina mientras su madre llevaba las riendas de Francia, a los sesenta y cuatro años de edad, cifra notable para entonces. La ausencia del rey complicó el problema más grave que por entonces desazonaba a la regente: como tantas suegras del mundo, la reina de Francia no podía ver a su nuera ni en pintura, y se lo demostraba con su habitual vehemencia. No es improbable que éste fuera el pecado más grave que cometió la virtuosa castellana —aunque, como veremos, se la calumnió con otros—. En efecto, en el acoso y derribo de la mujer de su hijo, la reina llegó a extremos dignos del grand guignol.


Luis IX se había casado con Margarita de Provenza, hija del conde Ramón Berenguer V y de Beatriz de Saboya. Dante conmemoró con un famoso verso la insigne singularidad de esta madre: «Quattro figlie ebbe e ciascuna reina» ('Tuvo cuatro hijas y todas reinas'). No es nada probable que Blanca de Castilla contemplase con simpatía previa la boda de su hijo con aquella princesa, en cuya sangre se refundían la de los Sa- boya, tan traviesos y preocupantes para Francia, con la de los soberanos barcelo-neses, no menos fastidiosos. Lo que sí está claro es que Margarita de Provenza era hermosa y gentil y que San Luis se enamoró locamente de ella, con lo cual entraban en juego unos factores ajenos al control de la regente Blanca, quien no lo podía sufrir.

Preocupada por la salud de su hijo, celosa de su nuera, la mandona regente se pro- puso que los jóvenes esposos durmieran separados y no flaqueó en el ejercicio de una vigilancia cuidadosa, sin importarle la estampa de bruja que daba, encorvada sobre su cayado, recorriendo de noche las habitaciones de los castillos para comprobar si su hijo dormía solo. Los esposos habían de ingeniarse de la forma más novelesca para liberarse de esta inquisición. Por suerte, el bastón de la reina hacía algún ruido cuando se acercaba y los criados eran todo lo cómplices que podían. Así, los esposos se abrazaban a hurtadillas, se separaban corriendo en cuanto oían acercarse a la temida madre, y cada uno se volvía a su alcoba. La reina Blanca llevó este furor al extremo de impacientarse de que su hijo fuera a la cabecera de la cama de su nuera después de un difícil parto que ésta había tenido. Estaba la pobre medio difunta, y la reina insistía en tirar de su hijo para llevárselo de allí. La princesa gimió: «¡Ay de mí, que no me dejáis ver a mi marido, ni viva ni muerta!».

Estas escenas no habrían de durar toda la vida. Tras el climax de las ten- siones que trajo consigo la ausencia del rey y la omnipotencia de Blanca, vino su decadencia física. Se dio cuenta clara de ella y aceleró las medidas para poner a Francia en orden. Luego citó a la abadesa de Maubuisson, de la orden del Císter, para pedirle que la admitiese en el claustro. Vistió su hábito durante el ocaso de su vida y se infligió las más duras penitencias. Falleció en 1252, cuando tenía sesenta y ocho años de edad, tras treinta de reinado. Su hijo, informado mientras seguía en la Cruzada, experimentó un dolor profundísimo.

Anotemos, sobre la marcha, que esas cruzadas de San Luis y otros príncipes cristianos, estudiadas en un libro reciente de Norman Housley, tenían mucho de ex- pansión imperialista y económica, como es ya sabido. La envergadura de la ciudad de Aigues-Mortes, que fue construida durante este reinado para apoyar, según se hizo creer, la empresa cruzada, sigue mostrando hoy, a través de sus ruinas, que se trató en realidad de una gran plaza mercantil fortificada, una especie de mezcla de Gibraltar y Hong-Kong, destinada a robustecer el dominio francés en este área. Así pues, semejante expedición era toda una empresa político-mercantil de vastas dimen-siones, antes que un impulso alucinado de la devoción. En este nivel también, los esfuerzos franceses del tiempo de Blanca de Castilla y de su hijo competían con la Corona de Aragón y sus aspiraciones a ser un emporio mercantil mediterráneo.

Aunque fuera madre de un santo y de una beata —la princesa Isabel, fundadora del monasterio de Longchamp—, Blanca de Castilla conoció, ya en sus mismos días, el mordisco de la calumnia. Como es natural, los historiadores, con mejor o peor volun- tad, recogieron la voz del pueblo, que no siempre es la voz del cielo, y muy a menu- do es la del limbo. Cuando murió Luis VIII, cundió en el estamento proceril, cuya rebeldía hemos indicado ya, la especie de que su viuda le había empujado hacia el otro mundo; que le había envenenado, en una palabra.

¿Ella misma? No tanto. Ella había estado al lado del autor material, según la in- sidia, y, como el presunto homicida era un apuesto, galán y brillante poeta, nada le costó a la imaginación popular montarse una historieta de amores adúlteros entre la reina tenida por virtuosa y este caballero seductor. Se trataba del conde Teobaldo de Champagne y de Brie, hijo del anterior conde del mismo nombre y de Blanca de Na- varra, hermana de Sancho VII «el Fuerte» (1194-1234). En el curso de su obra poéti- ca, el cortesano galanteador —casado varias veces, además—, se dedica a evocar sus primeras visiones de la dama misteriosa, a describir la resistencia de ella, el ren- cor del amante y los encuentros del enamorado con la sobrehumana beldad que le cau- tivó, bastante más o menos a la manera de Dante con su Beatriz. De todos modos, la fantasía del populacho no afinaba tanto y, cuando Teobaldo, invitado por la regente a la coronación de Luis IX, acudió a Reims, fue abucheado por la plebe con los gritos de «¡Envenenador! ¡Asesino!», y se retiró entre confuso y colérico, por lo cual no pudo estar presente en la ceremonia. Más tarde, el conde de Champaña no se sumó a los demás magnates en la rebelión contra la regente y, por el contrario, ostentó una devota fidelidad a su persona. ¿Gratuita?

Lo cierto es que, ejerciendo los derechos derivados de su progenie, el conde poeta se alzó con el reino de Navarra en 1234, al morir Sancho «el Fuerte», último monarca de la dinastía nativa. Con el apoyo de Francia y de su regente, el galán Teobaldo se instaló en el trono y lo ocupó hasta morirse, en 1253, dejándolo luego a sus herede- ros. Estos, más tarde, lo transmitieron a los reyes de Francia por un tiempo y, en suma, a titulares de origen francés, por lo cual, en resumidas cuentas, Navarra estuvo bajo la soberanía de reyes de estirpe francesa hasta que en 1516 Fernando «el Católico» rompió la baraja, volcó la mesa de juego y anexionó aquel reino a su coro- na. Todos estos hechos derivaban de la intensa simpatía de la corte parisiense de Blanca de Castilla por el seductor Teobaldo.

En su propio tiempo, la entrada del conde y la casa de Champaña en el palacio regio de Navarra representaron otro fracaso y otra merma de los derechos y posibilidades de la Corona de Aragón y su egregio monarca Jaime I, que en un momento de indignación emprendió una campaña para invadir Navarra y hacerla suya, en el mismo año sucesorio de 1234. Muchos caballeros navarros lo preferían como rey antes que a Teobaldo y le habían prestado ya juramento de fidelidad. «El Conquistador», poco más tarde, lo pensó mejor y prefirió no enfrentarse con Francia y con cierta parte de los navarros para hacer valer sus derechos. Dedicado como siempre a los temas del sur antes que a los del norte, optó por pensar en la Reconquista en vez de la adquisición de territorios pirenaicos y se prestó a la paz con el francés, con- vertido en nuevo rey de Navarra.

¿Puede hablarse de error, de imprevisión, de candidez? Cierto es que Nava- rra, por su sola posición geográfica, prevalecía sobre media Castilla y habría, en manos de un monarca agresivo y enérgico, coartado toda expansión de la misma hacia el Nordeste. Si se hubiera extendido la Corona de Aragón hasta el golfo de Vizcaya, habríamos visto consolidarse un eje político pirenaico, y tendríamos hoy más unidos a todos sus pobladores, desde los vascos en un extremo hasta los catalanes en otro. Mucha fantasía es ésta, acaso. Volvamos a las realidades indiscutibles: la principal de ellas es que la castellana Blanca fue una gran reina de Francia.

Fin

Ahmete

P.S.: Estos tres artículos han sido intercontextualizados anarosaquintanamente de obras del profesor Pedro Voltes de la Universidad de Barcelona. Uno de los mejores divulgadores de la Historia de España

Blanca de Castilla, 2ª parte

Blanca de Castilla dedicó a su hijo un amor vehemente de leona, y no escasean las anécdotas que lo acreditan. Dícese así que en cierta ocasión no tenía leche en su seno para amamantar a su hijo, por haber estado indispuesta, y el niño lloraba de hambre. Una dama de la corte, que estaba criando a su propio hijo en aquellos días, creyó conducirse muy bien al dar el pecho al príncipe niño, el cual no vaciló en aprovechar la ocasión. La princesa no se enteró y, algo más tarde, ya repuesta, fue a alimentar a su hijo, quien, ahíto, apartó la cara. La dama, con toda candidez, explicó lo ocurrido y la princesa montó en cólera, hizo vomitar al niño la leche que había recibido de la bienintencionada intrusa.

El padre de esta criatura subió al trono de Francia como Luis VIII, llamado por los cronistas «el León», el 6 o el 8 de agosto de 1223. Junto a su esposa Blanca, fue consagrado en Reims por el arzobispo Guillaume de Joinville con todas las solemnidades. Su reinado sería breve: no duró más allá del 8 de noviembre de 1226, fecha en que sucumbió víctima de una disentería. Veinte días más tarde su viuda, la reina castellana, fue nombrada regente de Francia en nombre de su hijo Luis IX, proclamado rey.

En este lugar hemos de recordar que en la mitad sur de Francia, la Occita- nia, había cundido la herejía albigense, la cual, como otros grandes movimientos colectivos de heterodoxia, englobaba diversas tensiones sociales y económicas. El conde de Toulouse, Ramón V, había clamado en el Concilio de Arles de 1177 contra los estragos de la herejía, diciendo: «Ha penetrado por doquier; ha llevado la discordia a todas las familias, separa al marido de la mujer, al hijo del padre; los templos están desiertos y caen en ruinas».

Su hijo y sucesor, Ramón VI, se mostraba condescendiente con los herejes, para gran cólera de los eclesiásticos y de los propietarios. Los albigenses no eran partidarios ni del matrimonio ni de la guerra ni del derecho de propiedad, lo cual les otorga un vivaz colorido moderno.

Tal como ocurriría también hoy, su actitud suscitaba la repulsión de todos los poderes públicos y privados. Cuando hemos hablado antes del buen consejo dado por Santo Domingo de Guzmán a Blanca de Castilla, hemos callado que éste estaba sumamente familiarizado con el problema albigense porque había recorrido el país y predicado con ardor contra los herejes. Tenemos, pues, ante los ojos un esquema de alianza de la Iglesia y la propiedad contra la herejía y el estilo de vida hippy.

A este enfrentamiento se va a añadir otro: el del conde Ramón VI contra los franceses del norte, lo cual es tanto como decir de los señores feudales de sur de Francia contra la realeza de París. Patrocinada por ésta última, en junio de 1209 (los primeros años del matrimonio de Blanca de Castilla), se puso en marcha contra las gentes del sur una «cruzada» La cruzada fue bajando hacia los Pirineos como una apisonadora, machacando por igual a fieles y herejes. Nadie podía sorprenderse de que así fuera, porque todo el mundo tenía claro que el problema de fondo estribaba en que el sur de Francia quedase sojuzgado por el norte, como hubo de ocurrir con todas las consecuencias: desde el saqueo y la violencia hasta la ruina de las potes- tades del país en favor de las invasoras.

Y héte aquí que en esta catástrofe, que duró varios años, tomó tanta parte el soberano aragonés Pedro II (1196-1213) que vino a dejar la piel en ella. El caballe- roso monarca de la Casa de Barcelona se hallaba comprometido con la causa occitana y sentía como propio el hundimiento de aquella sociedad cultivada, ilustre en poesía y gentileza, capitaneada por multitud de amigos personales, densa en pertenencias de la Corona de Aragón. Para complicarle más en la tragedia, los condes de Toulouse, de Foix y Cominges, aterrados ante el alud que bajaba del norte, se colocaron bajo la protección del rey aragonés, así como todos sus vasallos. Indiquemos de paso que con este enorme problema se entremezclaba otro de rango aparentemente menor, pero de importante implicación en el total: el rey Pedro II de Aragón se llevaba mal con su esposa, María de Montpellier (madre de Jaime I «el Conquistador»); deseaba divor-ciarse de ella y casarse con una hija de Felipe Augusto, rey de Francia. Roma le negó la nulidad y frustró su doble ilusión de contraer nuevas nupcias y aproximarse al trono francés.

Si la sentencia papal no se hubiera expedido, el rey Pedro se habría convertido en cuñado del futuro Luis VIII y Blanca de Castilla, no habría participado en la guerra que se avecinaba y hubiera salvado la vida y los intereses, a la par que habría iniciado una aproximación a Francia que habría resultado inédita en su dinastía y prometedora para la suerte de su corona.

Para no entretenernos nos situaremos en la batalla de Muret (13 de septiem- bre de 1213), donde vemos combatir al soberano aragonés contra los «cruzados», al lado de sus amigos y aliados, los señores del mediodía francés y el pueblo tildado de herético. El rey murió en el combate, y con él se hundió buena parte del catafal- co de las posesiones y la influencia de la Corona de Aragón más allá de los Pirineos.

No se puede omitir, para dar color a tan penosa historia, que el rey Pedro fue a la batalla después de haberse pasado toda la noche fornicando, en ejercicio de su famoso entusiasmo erótico, y con tal fogosidad e insistencia que al día siguien- te, cuando oyó misa —la última de su vida—, no se pudo tener en pie durante la lec- tura del Evangelio. Este detalle lo anota con cierta crueldad la crónica escrita por su hijo, «el Conquistador» (1213-1276), el cual, dicho sea de paso, no tenía legiti- midad alguna para reprocharle a su padre las mismas debilidades a las que él cedía con frecuencia.

Habrá ya quedado claro que esta batalla de Muret, fatídica para la presencia de la Corona de Aragón, se dio el año antes del nacimiento de San Luis, reinando en Francia Felipe II Augusto y siendo sus herederos el futuro Luis VIII y su esposa, Blanca de Castilla. El trono aragonés estaba mucho más inseguro que el francés, puesto que su heredero, Jaime I, nacido en el año 1208, tenía entonces cinco años y se hallaba bajo la tutela y cautividad del vencedor de su padre, Simón de Monfort. El trono francés, en íntima connivencia con el Papado, acabó de desmantelar las estructuras occitanas, a la vez que borraba del mapa al conde de Toulouse, aliado tradicional de Barcelona, y se comía posesiones indiscutibles de esta ciudad, como Carcasona.

Este avance hacia el sur fue corregido y aumentado cuando Luis IX, el Santo, subió al trono en 1266, como se ha dicho. Jaime I, entregado desde la mocedad a la empresa reconquistadora en el litoral mediterráneo, se desentendió en gran medida de los complicadísimos problemas ultrapirenaicos, y regaló sus derechos y conveniencias para dedicarse obsesivamente al combate contra los musulmanes. La apatía con que «el Conquistador» miraba aquel laberinto quedó plasmada en el tratado de Corbeil del 11 de mayo de 1258, concertado entre él y el futuro San Luis, por virtud del cual éste renunciaba a todos sus derechos sobre Barcelona y los demás condados catalanes y a cambio Jaime I se desprendía de todos los suyos sobre media Francia meridional.

En realidad, los derechos del rey francés sobre el Principado se habían extinguido más de tres siglos antes, mientras que los del rey Jaime sobre aquellas otras tierras continuaban vivos. Se hizo epígrafe aparte con Provenza, que fue tam- bién objeto de renuncia por nuestro rey, pero con el distingo de cederla a Margarita de Provenza, esposa del de Francia, mediante documento aparte. Antes, durante y después de estos acuerdos, la corona de Francia hizo cuanto pudo para quebrantar la presencia catalana al otro lado de los Pirineos, con toda clase de artificios, comprendida una sublevación «popular» en Montpellier, cuna y señorío de Jaime I, que tuvo que ir a sofocarla en persona. Por largo que haya sido este inciso, no es de nuestro gran rey del que queremos ahora hablar.

Los historiadores franceses están de acuerdo en conceder a la reina Blanca las cuali dades típicas de un gran conductor político: valor, entereza, habilidad, penetración en el conocimiento de las personas y continuidad en los designios. Sus enemigos le indicaron, por si ella misma no lo sabía ya bastante, que el principal problema que había de resolver a su hijo y a su país era el sometimiento a la autoridad regia de todas las heterogéneas piezas que componían el «puzzle» político francés. El pro- blema tardaría cuatro siglos en quedar arreglado, pero, dentro de este moroso pro- ceso, el capítulo correspondiente a Blanca de Castilla destaca por su firmeza y su eficacia. La impaciencia y la insumisión de los mil magnates particularistas se manifestaron primeramente en el desagrado por que la regencia de Francia hubiera sido confiada a una princesa extranjera, y más exactamente a «une espagnole d'étrange pays», como se dijo en un documento de protesta. La reina Blanca se salió como pudo de los problemas creados por semejante coalición de privilegiados, valién- dose, siempre que le fue posible, de sutiles artes femeninas para el halago y la conciliación.

Cuando semejantes habilidades le fallaron, la reina Blanca no vaciló en ponerse al frente de sus ejércitos, llevando al lado a su hijo, y desafió fríos y calores, además de todas las tensiones de los combates y la dureza de las decisiones que había de tomar. Incluso en los aspectos técnicos y materiales de tales proble- mas, la reina exhibió unas dotes que, según los comentaristas, superaron muchas veces a las de su santo hijo, y también a las de su difunto esposo. Puestos a hacer comparaciones odiosas, podemos llegar a decir que estas facultades de la reina debían de sobrepasar a la capacidad militar de su famoso padre, Alfonso VIII de Castilla. Lo decimos porque éste se condujo con grave atolondramiento y torpeza en la que se conoce como la batalla de las Navas de Tolosa.

La regente Blanca lo mismo disponía dónde había que situar las máquinas de guerra que mandaba ahorcar a media docena de individuos, tomaba una ciudad sitiada o administraba sabiamente las arcas reales. Los magnates fueron doblegándose ante su talento superior. La regente cuidó de procurar a Francia vigorosas amistades extran- jeras, comenzando por la permanente alianza con Castilla, de la cual ella misma era la personificación; siguieron a ésta las avenencias que estableció con el emperador germánico Federico II y con el rey de Inglaterra, Enrique III, dedicadas, en el caso de éste último, a atemperar las tensiones que existían entre él y Francia por mor de las extensas posesiones que tenía en suelo francés. Añadamos, en suma, que durante la regencia de Blanca acabaron de ser planchados y sofocados los herejes del sur del país. No han faltado historiadores que observen que la reina logró por cuanto toca a su sumisión y aplastamiento definitivos, un éxito total que ni su suegro ni su marido habían conseguido.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE

miércoles, 22 de julio de 2009

Blanca de Castilla, reina de Francia, 1200 , 1ª parte

El rey Felipe Augusto de Francia determinó casar a su hijo Luis (VIII), heredero del trono, sin dejarse inportunar porque el novio tuviera solamente doce años. Corrían los últimos meses de 1199 y en el año terminal del siglo XII, en 1200, se celebraría la boda, ¿Con quién? Con una novia procedente de la nación que era y seguiría siendo durante muchos siglos la aliada principal de Francia: Castilla.

Los franceses tenían la idea fija de apoyarse en ella para hacer frente a su perma- nente antagonista: la Corona de Aragón. Toda esta tramoya había sido montada por una mujer singular en muchos conceptos, el más raro de todos sus méritos: el de haber sido sucesivamente reina de Francia y reina de Inglaterra. Hablamos de Leonor de Aquitania (1122-1204), la cual estuvo primero casada con el rey francés Luis VII, quien la repudió en el año 1152 y se casó con Constanza, hija de Alfonso VII de Castilla. Leonor contrajo entonces matrimonio con Enrique Plantagenet, el cual habría de subir al trono de Inglaterra con el nombre de Enrique II (1133-1189).

Leonor fue madre de los reyes ingleses Juan «sin Tierra» y Ricardo «Corazón de León» y de la reina de Castilla, Leonor, esposa de Alfonso VIII (1158-1214). Leonor de Aquitania llegó a tener más de ochenta años de edad y le encantaba zurcir matrimo- nios, planear intrigas y proteger las letras y las artes.

El soberano de Castilla, Alfonso VIII, tenía dos hijas solteras que eran, como se ve, nietas de la reina madre inglesa y sobrinas del rey Juan. Además del problema de casarlas —en lo cual se asemejaba a los padres de todos los tiempos— Alfonso VIII deseaba que las bodas favorecieran sus conexiones con Europa. Se había agravado la amenaza musulmana con la irrupción de los almohades en Al Andalus y nuestro rey deseó promover una cruzada europea en suelo español. La expedición degeneró en una vulgar depredación perpetrada por los aventureros que pasaron los Pirineos en busca de fortuna. La batalla de las Navas de Tolosa (1212) —que no se dio en dicho lugar, sino en el puerto de Muradal— constituyó el momento culminante de la avenencia entre las grandes monarquías atlánticas.

Dentro de esta tónica de concordia optimista, el rey inglés Juan anunció su generosa intención de dotar a la novia castellana, fuese la que fuese de las dos hermanas, concediéndole diversas ciudades, Evreux entre ellas, en suelo hoy francés, y anunció también su voluntad de hacer la paz con Francia.

Resueltos estos preliminares, quedaba por determinar un minúsculo punto: ¿cuál de las dos hermanas sería la escogida? El rey de Inglaterra dijo que le daba igual y el de Francia pensó que, puestas así las cosas, no se perdía nada con que fuera la más guapa. Para asesorarse, Felipe Augusto envió a unos expertos, que comparecieron en Burgos y solicitaron conocer a las dos princesitas. No consta que éstas fueran in- formadas de semejante embajada, así que se presentaron cándidamente ante los comi- sionados franceses, quienes las contemplaron con detenimiento, mientras sostenían con ellas un diálogo paternalista encaminado a que se soltaran un poco.

Una de las dos era ciertamente más bella que la otra y los franceses se concen-traron en interrogarla con mayor escrúpulo. El diálogo quedó cortado casi en seco cuando, a la cortés pregunta de cuál era su nombre, la oyeron responder «Me llamo Urraca», con tanta naturalidad como fundamento. Los franceses estuvieron a punto de marcharse, pues el nombre les pareció chusco y además casi impronunciable en su país. La elección se inclinó automáticamente en favor de la hermana, que llevaba el nombre, mucho más internacional y suave, de Blanca.

Por otra parte, la comparación efectuada no quiere decir que Blanca de Castilla no fuera hermosa, en sus once años de edad, la princesa era positivamente bonita. En Inglaterra se pusieron tan contentos que el rey Juan despachó a la reina Leonor hacia Castilla, para recoger a la novia, instruirla y luego llevarla hacia su nuevo hogar.

La abuela Leonor instaló a la niña Blanca en la refinada y culta corte de Aquitania, de donde ella procedía, y designó al arzobispo de Burdeos para que dirigiese su educación. Después, se retiró a la abadía de Fontevrault, donde murió cuatro años más tarde. La infantil boda no pudo celebrarse en territorio propiamente francés por efecto del entredicho que el Papa había fulminado contra el rey Felipe Augusto para castigar su desarreglada conducta respecto de su esposa, Ingeburga.

Por esta razón, en el ya citado año 1200, la boda de Blanca de Castilla y el delfín de Francia, Luis, se celebró en una villa de Normandía, Pormoy, que era de soberanía inglesa, como buena parte del hexágono. El esposo tenía dieciséis años cuando se consumó el matrimonio, cuatro años después de la ceremonia.

En la boda había ofrecido a la novia un anillo adornado con margaritas y flores de lis entrelazadas en cuyo interior decía:

«Hors cet annel point n'est amour» ('Fuera de este anillo no hay amor').

Los historiadores franceses señalan con cierto asombro que Luis VIII fue fiel a esta afirmación y no conoció otra mujer que la suya, la cual correspondió apasionada- mente a su amor.

La novia había sido dotada por su tío el rey de Inglaterra con los feudos de Issou- dun, Graçay y otros del Berry, además de las poblaciones antedichas, todo lo cual tendría que volver a la Corona de Inglaterra si no tenían sucesión. Y, precisamente, lo que angustió al futuro rey Luis VIII y a su esposa durante bastantes años de su matrimonio fue el carecer de descendencia. Intervino para remediar el problema un personaje español que también habría de ser santo, Domingo de Guzmán, el cual ac- tuó en favor de Francia. La reina Blanca manifestó sus preocupaciones al fundador de la Orden de Predicadores y éste le aconsejó que se encomendara a la Virgen María.

Las súplicas de la princesa de Francia fueron escuchadas en grado sumo, el matrimo- nio llegó a tener once hijos, aunque la mayoría de ellos, y concretamente los cuatro primeros, murieron en la más temprana niñez, si no fue a los pocos días de nacer.

El quinto de sus hijos, que habría de ser Luis IX y santo, nació el 25 de abril de 1214. El parto tuvo lugar en la localidad de Passy, cercana a París, y por esta ra- zón San Luis, que presumía de modesto, acostumbró a firmar siempre «Louis de Passy».

Fin de la primera parte

martes, 21 de julio de 2009

Castelnuovo, 1539

En el verano de 1539 morían más de 3.000 españoles en las bocas de Cattaro (Kottor), en la costa dálmata de la antigua Yugoslavia, actualmente Herzeg Novi, en los documentos españoles del siglo XVI aparece italianizado como Castelnuovo.

Estos españoles constituían un tercio viejo al mando del maestre de campo D. Francisco de Sarmiento, Resistieron frente al ejército y la marina turca mandados por Barbarroja, almirante de Solimán el Magnífico.

Debemos mirar un poco antes en el tiempo: En el verano de 1538, la flota aliada bajo el mando de Andrea Doria, Capelo y Grimaldi, con un ejército bajo el mando de Ferrante Gonzaga, fracasaron en el intento de destruir la flota otomana mandada por Barbarroja, en la batalla de Prevesa.

Volviendo a sus bases de partida, tantearon la costa dálmata, en las bocas del Cattaro encontraron un lugar muy fuerte donde dejaron el tercio viejo de Sarmiento, como cabeza de puente para la ofensiva del año siguiente mandada por el propio emperador Carlos V. Eran 3.500 españoles junto a 300 jinetes griegos y albaneses. Con provisiones para cuatro meses y dineros suficientes, una fusta y algo de artillería.

Francisco de Sarmiento tuvo desde septiembre de 1538 hasta julio de 1539 para preparar la defensa. Se le habia pedido que tuviese las mejores relaciones con las poblaciones vecinas de cara a la gran ofensiva planeada para el verano siguiente. Por ello hubo cierta dejadez en la preparacion de las defensas.

En la primavera de 1539 la Liga Santa estaba practicamente deshecha, Venecia estaba en tratos con el Turco, Castilla le negaba créditos al Emperador y Francia le hacía saber a través de María de Hungría que no permitiría un ataque a Turquía. La afición de los franceses a tocar los cojones viene de antiguo.

Con las defecciones de los antiguos aliados la flota de Andrea Doria era más débil que la de Barbarroja, sólo cabía la posibilidad de retirarse; pero en el s.XVI la fama de los Tercios Viejos era tal que la retirada no se contemplaba como una posibilidad. Se podía morir pero no se podía retroceder.

Cuando la vanguardia turca empezó a hostigar a Castelnuovo el 14 de julio de 1539, Sarmiento manda un correo a Ferrante Gonzaga recordandole su promesa de ayuda. Pero disuelta la Liga, el virrey de Sicilia no tiene poder bélico suficiente para romper el bloqueo turco. Faltan la pólvora y el agua.

Sabemos lo que pasó gracias a los testimonios de dos soldados que lograron llegar a Nápoles: Juan de Alcaraz y Francisco de Tapia, cabos de escuadra.

El 15 de julio llegó Barbarroja con la armada y el gobernador turco de Bosnia, en total 50.000 soldados (unos 5.000 jenízaros) y una armada de 220 naves. Cuando ya había desplegado su artillería y mostrado su poderío intimó a la rendición de los españoles. Pensaba que la visión de su superioridad (20 turcos por cada español) haría su ultimatun bien recibido.

Ofrecía condiciones ventajosas: reembarcarlos hasta el reino de Nápoles, salir con banderas desplegadas e incluso 20 ducados por cada soldado. Barbarroja pensaba que la honra quedaba salvada (salir con banderas desplegadas) Pero se llevó una sorpresa.


El maestre de campo consultó con todos los capitanes, y los capitanes con sus oficiales, y se resolvieron que querían morir en servicio de Dios y de S.M. Y que veniesen quando quisiesen


La víspera de Santiago empezaron los turcos su asalto. Los primeros dias los españoles aguantaron bien. Pero a partir del 1 de agosto, Barbarroja cambió de táctica. Su artillería comenzó a bombardear sin descanso el castillo alto de la plaza, sin parar por la noche.

La mayoría de los hombres habían caido ya. Sarmiento intentó resistir en el castillo bajo con los 500 ó 600 hombres que seguían con vida moviendose en escuadrón como si estuviesen en una parada ante el Rey. Pero no pudieron entrar en el castillo bajo ya que la población civil había atrancado las puertas por miedo a la cercanía de los turcos. Los civiles ofrecieron subir a Sarmiento atado a una cuerda, este se negó y picando espuelas volvió al frente de sus hombres que estaban encarados a los turcos. Se dirigió a lo más fragoroso del combate y embistió contra los genízaros. No se le volvió a ver ni vivo ni muerto.

Los pocos cogidos vivos, muy maltrechos, menos de doscientos fueron llevados a Constantinopla.

En el año 1545 unos pocos pudieron robar un barco y llegar a Mesina.


En la época fue muy conocida esta hazaña y nombrada en los poemas italianos y españoles

Ahmete

La batalla de Madrid

Estoy releyendo la Guerra Civil día a día, que publicó el diario El Mundo hace unos años. Acabo de terminar el mes de Noviembre de 1936, que se titula La batalla de Madrid.

La sensación que me deja es de derrota, derrota de los republicanos.

En este mes de noviembre los nacionales ya han unido el Sur con el Norte por Extremadura; están atacando Madrid y ponen un pie en la Ciudad Universitaria; en el Norte han liberado Oviedo desde Galicia y están percutiendo con dureza sobre las Vascongadas (matando curas rojos). Llegan a cerrar el paso fronterizo con Francia.

Mientras tanto en el lado republicano el Gobierno ha huido de Madrid hacia Valencia pensando que la capital va a caer en pocos días. En Aragón mandan los anarquistas, en Cataluña los nacionalistas (con un intento fracasado de invasión de las Baleares). En Madrid una Junta de Defensa sin órdenes del Gobierno Central intenta organizar una defensa sin saber de cuantas tropas dispone. Los nacionalistas vascos hacen la guerra por su lado, al igual que los libertarios. Una acefalia terrible en todos los estamentos de la sociedad.

Por el contrario, los nacionales, militares de carrera, eligen un Jefe supremo que sabe lo que quiere y sabe hacerse obedecer.

La guerra está perdida para la República.

Ahmete

Gibraltar

Hoy el ministro de AAEE Moratinos está en Gibraltar. Los políticos españoles siguen siendo de lo mejorcito que tenemos.

Una colonia de Inglaterra, donde hay más empresas que personas, se relaciona al mismo nivel con el ministro de Exteriores del Reino de España. Tocate los cojones.

El alcalde de Gibraltar, ellos lo llaman Prime Minister, Pita Caruana ha tenido que dejar su chalet de Sotogrande (San Roque) y venir a la Roca a recibir al ministro de una potencia enemiga que quiere arrebatarle a la Gran Gibraltar sus aguas territoriales.

Yo de mayor quiero ser llanito. Todas las ventajas y ninguna obligación.

Ahmete
Escribir.

Algo que siempre he querido. Algo que siempre he querido haber hecho.

Ahora tengo la oportunidad. Quién sabe si la aprovecharé. O si la dejaré pasar.

Tengo la voluntad para escribir todos los días. No lo sé.

Empecemos