viernes, 15 de julio de 2016

Corpus de Sangre II

La presunta muerte del consejero Massana fue la que hoy en día da fuerza al mito catalanista: la defensa de los poderes locales por la sincera mayoría de los barceloneses obviando, claro está, la revuelta de los segadores.
Los miembros del Consell del Cent fueron llamados a reunión, se encontraron al conseller en cap sin saber qué hacer, esperando que alguien le dijera qué dirección tomar. A lo que hay que añadir la información sobre la no huida del virrey, los consejeros estaban anonadados. Mandando llamar a los obispos de Urgel y Vic, el virrey quería saber qué iba a hacer el gobierno de la ciudad para protegerlo. Al llegar a las Atarazanas los obispos se encontraron con unas quinientas personas entre notarios, fiscales, militares y castellanófilos declarados. El virrey estaba muy asustado después de enterarse de la muerte del conseller Massana. El obispo Manrique consiguió convencerlo para abordar una galera genovesa que llegaba a puerto. El virrey se fue a la playa a esperar el esquife.
Los segadores iban envalentonándose por momentos. Mandaron un grupito a parlamentar con los pescadores del barrio de la Ribera. Allí contaron todas las tropelías que les habían hecho los gobernantes de la ciudad, aún daban vivas al rey, a través de la milicia. Los pescadores se encalabrinaron y, reventando la puerta del duque de Cardona, entraron en la ciudad apoderándose del baluarte de Santa Eulalia que dominaba las Atarazanas y la zona de costa donde estaba esperando el virrey. Los pescadores, ni cortos ni perezosos, desembrazaron el cañón del baluarte y apuntaron hacia los barcos que estaban en puerto, y sí, hacia la galera genovesa que estaba llegando cerca de tierra. Afortunadamente no eran artilleros por lo que el primer disparo fue a dar al agua. El que estaba al mando tuvo la suerte de encontrar un artillero que andaba por allí con su uniforme, y obligarle, a punta de pedrero, a cargar y disparar el cañón. Éste lo hizo pero con la picardía de no cargar la mano en la pólvora, con el resultado previsible de no acertar a la galera pero acercándose mucho para no levantar la liebre con los amotinados. Los genoveses voltearon las velas e hicieron como que volvían a mar abierto. Todo esto lo contemplaba el virrey con el agua por los corvejones esperando a los esquifes;  tuvo que volver con su séquito a las Atarazanas. Y siguieron los malos consejos, alguien propuso que el virrey se resguardase en el llamado baluarte del Rey, en la zona de la muralla más cercana al castillo de Montjuich. Pero, por desgracia, obligaba a atravesar una  playa. Los que estaban en las Atarazanas se dieron cuenta que la galera genovesa no se había largado sino que se había apartado del rango de fuego de los amotinados pero que había ordenado a los esquifes que buscaran un lugar donde poder embarcar al virrey. Pero no pudo ser, el virrey a pesar de todo el miedo que llevaba encima decidió renunciar a embarcar. Se dirigió a las Atarazanas en un momento de calma total.
Era la calma que precede a la tempestad.
El populacho consiguió derribar las puertas. Entraron en Atarazanas bramando el viejo grito medieval catalán: “¡A carn, a carn!”. Democrático y políticamente correcto que te rilas por las patas abajo. Y claro, nada más cruzar las puertas, la milicia ciudadana se puso de parte de los amotinados. A fin de cuentas eran tan catalanes cómo los que atacaban. Los castellanos y sus aliados huyeron como alma que lleva al diablo en dirección a Montjuich, o sea en dirección al baluarte. Como una riada empujaron al virrey hacia éste. Pero los perseguidores les iban a la zaga. Todos se mezclaron en el interior, el virrey fue puesto a resguardo en una habitación pero la presión de los atacados y los atacantes impidió protegerlo. En su desespero saltó por un ventanal desde unos cuatro metros de altura. Del hostiazo quedó conmocionado. Dos fieles, Santiago Domínguez, andaluz, y el capitán Magí Esteve consiguieron ponerlo de pie y llevárselo. Se dirigieron hacia la playa, pero los esquifes se estaban retirando aguijoneados por los que sí habían conseguido llegar en primer lugar, y no estaban dispuestos a esperar a nadie; ni siquiera al puñetero virrey. Tuvieron que ir andando hacia la montaña de Montjuich, el gordo virrey cayó exhausto. Allí dio su última orden: 
“’!Que nadie hable castellano!”
Santa Coloma, viendo llegar a los segadores, saltó hacia otra roca, pero se dio una hostia de padre y muy señor mío. Una partida de segadores y marineros lo encontró medio desmayado y sin pensárselo ni mucho ni poco le hicieron unos ojales con sus dagas, matándolo. Nada más hacerlo debieron darse cuenta del sacrilegio que habían cometido pues perdonaron la vida a los dos acompañantes del difunto virrey. Con la peregrina razón de que ambos eran catalanes. Cosa que no se sostiene pues uno de ellos, Dominguez de la Mora, era andaluz, aunque hablaba un catalán perfecto y, el muerto virrey era un catalán de pura cepa.

Las instituciones locales barcelonesas se revelaron totalmente inoperativas. Fuera para defender al virrey o para enfrentársele, lo cierto es que ni el Consell del Cent ni la Diputación sirvieron como fuerza alternativa, ni para los castellanos ni para la turba incontrolada de los segadores amotinados. Esta es una de las muchas paradojas que la actual autonomía catalana prefiere ignorar. El conseller en cap del momento no supo, ni pudo, estar a la altura de sus responsabilidades, era un hombre mayor, débil de espíritu y de cuerpo. Los consejeros le iban a la zaga; debió ser terrible para ellos no poder responder a todas las peticiones de ayuda y protección que recibieron ese día. 
El Consell del Cent redactó una carta dirigida al rey en la que culpaban de todo a los excesos de las tropas acantonada en Cataluña, con razón; pero también intentaban minimizar los daños ocasionados por los segadores y los milicianos unidos, sin razón.
A la mañana siguiente, día 8, consiguieron, por fin, convencer a los segadores para que abandonaran Barcelona. Pero los amotinados nada más salir de la ciudad se dieron cuenta que eran ellos los que mandaban en la ciudad y volvieron a ella. Se dirigieron al convento de Santa Madrona donde estaban refugiados muchos de los que sobrevivieron a Montjuich. Los monjes intentaron protegerlos dándoles sayales y tocas frailunos; fueron descubiertos al mirarles las botas. La matanza fue de órdago.
En un día lleno de hechos execrables, uno sobresale sobre todos. Les llegó la noticia a los segadores que estaban en la calle Ancha que había muerto un segador en la posada de María Calvet. Se dirigieron hacia ella, allí encontraron a un segador con un tiro en el pecho. Se les dijo que María Calvet había ido al hospital de la Santa Cruz. Y sólo con esta frase decidieron que la mujer era la culpable del asesinato.
María Calvet había ido al hospital de la Santa Cruz llevando a Miquel de Segarra, el segador que se había peleado, y matado, al primero. Segarra murió de las heridas nada más llegar al hospital y María Calvet estaba allí sin hacer nada. Los segadores llegaron y rodearon el hospital y a voces reclamaron que saliera. Cuando supo que la quería matar, María se negó a salir. Cómo defensores de la autonomía catalana en contra del opresor castellano, los segadores hicieron lo más lógico, anunciaron que iban a quemar el hospital. Un hospital lleno, no de pérfidos castellano, sino de catalanes enfermos y heridos. Y los segadores estaban dispuestos a quemarlos vivos si no entregaban a la mujer que había cometido el terrible delito de auxiliar a un herido.
El obispo Gil Manrique intentó aplacar a los revoltosos. Pero no hubo forma, o María Calvet o quemaban el hospital. El propio obispo acompañó a la mujer hasta la puerta. Donde los valientes luchadores por las libertades catalanas la hicieron ponerse de rodillas y la mataron a tiros.
Y así siguió unos días hasta que el Consejo del Ciento consiguió que los segadores abandonaran la ciudad  pero el mal ya estaba hecho. Lo que había comenzado desde el mediodía del Corpus de Sangre como un desorden de orden público pasó a ser una protesta nacionalista que llevaría a una guerra, la guerra de Cataluña enmarcada en un momento de debilidad del gobierno central en España. Llevaría a la pérdida de Portugal como parte del imperio español y a una larga guerra de recuperación de Cataluña desde 1641 hasta 1652.

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