viernes, 26 de agosto de 2016

El asalto al castillo

Los tambores estaban sonando, llamando a todos los hombres a sus puestos.

- ¡Escuchadme todos!. Este es el asalto final. ¡Hoy caerá Castellar!. ¡Abriremos el camino de Gibraltar!.
La soldadesca gritaba enfervorizada. Gritos de ¡Santiago!¡Castilla!¡Aragó! recorrieron las filas de vascones, cántabros, aragoneses, marineros catalanes, peones castellanos, caballeros y jóvenes segundones. Todos aprestándose al combate contra la morisma. 

 -¡Y lo que es mejor, el botín!. El pensamiento de riquezas nos hizo gritar con más fuerzas aún, pues todos queremos que los infieles desaparezcan de nuestra amada España pero para un soldado no hay nada mejor que el saqueo de una ciudad de moros.

Éstos nos miraban desde las almenas del castillo. Hacía pocos meses que había caído el castillo de Jimena donde ahora estaba la frontera entre Castilla y el reino moro de Granada.  Las condiciones de la rendición habían sido muy generosas al haber abierto las puertas el castellano de Jimena. Pero Castellar había decidido resistir y se había decretado ¡a degüello!. ¡Sin piedad para los vencidos!.

El verano había llegado a su fin y pronto llegarían las lluvias, los hombres querían volver a sus hogares para las labores agrícolas de la cosecha y prepararse para el duro invierno del norte. Pocos nos quedaríamos en estas nuevas tierras al sur del río Betis que los moros llamaban Río Grande en su lengua extraña.

- ¡Maestro artillero, a su conveniencia!. La voz de mando llegó clara desde el altozano donde se encontraba el duque de Medina, señor de Sanlúcar, en la desembocadura del gran rio.

El artillero mayor comunicó a los banderolos sus órdenes. En toda la línea los cabrestantes se tensaron y fueron soltadas sus cargas pétreas. Acertaron todos los disparos ya que llevaban varias semanas afinando la puntería. Los muros de la fortaleza resistieron los embates. Los peones miraban con atención mientras se cruzaban apuestas sobre qué lienzo de la muralla caería primero. Los operarios de las catapultas se afanaban con diligencia, ellos también habían apostado y fuerte.

Un griterío se alzó desde el lado sur de la fortaleza. Aguzamos los oídos intentando entender. Al poco se hicieron inteligibles los chillidos de satisfacción de unos y los alaridos de pesar de otros. Había caído el lienzo más cercano al portillo del traidor. Como las olas del mar los infantes y peones nos desplazamos hacía aquel lado. Los clarines de órdenes se apresuraron a transmitir los deseos del duque. En las murallas los moros también se movían. El fin parecía próximo.

Cuando se aposentó el polvo se pudo comprobar la amplitud del boquete. Los rezagados apresuraban sus pasos para colocarse en sus posiciones. Los jóvenes nobles apenas podían refrenar sus cabalgaduras. Todos envidiarían al primer hombre que traspasará las murallas. Y volviese con vida para disfrutar de los favores de las mujeres de la corte del Duque.

- ¡Cubríos, bastardos!. El aviso llegó a tiempo, llovían saetas. Desde las almenas tenían a tiro a las primeras filas de los cristianos que eran empujadas por los retrasados en su afán de acercarse a la primera línea.
De pronto, un clarín sonó nítido en el bello azul del cielo sureño. Por un momento, todos los contendientes aguantamos la respiración asimilando la orden que los oídos recibían.

¡Al ataque! ¡Al ataque!. 

Orden general de avanzar contra el muro derruido. Los hombres saltamos como animales de presa, comenzando a correr por la pequeña pendiente que llevaba hacia el muro. Gritos roncos de aliento y miedo salían de cien gargantas. Los más rápidos comenzaron a adelantarse al resto. Eran los más jóvenes y menos protegidos para el combate. Calleron segados por los virotes y flechas de los moros. Los gritos de guerra se vieron superados por los de dolor y muerte.
La segunda oleada, donde yo iba, pasó por encima de los caídos. Los sargentos de armas gritaban: ¡Seguid avanzando!¡No os paréis!¡Dios os quiere!¡Muerte al infiel!.  Estábamos mejor equipados: sentí como una flecha se rompía contra mi pecho, la malla que llevaba bajo la camisola me protegió de morir, apenas sentí el golpe, como si chocara con el pico de una mesa de la oficina. Al bajar la vista vi la flecha clavada en la cabeza del león que era mi emblema. Seguí corriendo, la adrenalina me empujaba. Los tres que me adelantaban ya habían llegado al muro. No iba a conseguir los honores por entrar el primero en la fortaleza, mala suerte.  
Vi como el joven don Pedro de Souza, un portugués, caía bajo la cimitarra de un enorme moro. Éste fue empalado por la lanza de Lázaro, un piquero de la lejana Zaragoza. Dos moros cerraron el paso a don Juan de Banderas, un mozárabe de Algeciras, que luchaba a nuestro lado. Fui en su ayuda. Con el hombro aparté a uno que cayó al suelo, pero tropecé y perdí mi espadón. Levanté la cabeza y vi venir una maza erizada de púas. “Madre mía” Todo se puso rojo ante mis ojos. Se acabó.

“ Game Over” era el mensaje que mostraron las gafas de Realidad Virtual. 

Me levanté el ligero casco y miré por el ventanal de los recreativos hacia la mole del Peñón de Gibraltar, sonreí y metí otro billete de 5 euros.

Los tambores comenzaron a sonar.

domingo, 21 de agosto de 2016

La guerra civil de los literatos I

“Queremos una patria totalitaria. El poder ha de ser íntegro para nosotros.... Y cuando llegue el momento, el Parlamento o se somete o desaparece: la democracia será un medio, no un fin.”

Uno lee esta frase en un panfleto amarillento y no sabe si la dijo Goebbels o Trostki.

“Ahora, cuando nos lancemos por segunda vez a la calle, que no nos hable de generosidades ni de respetar personas y coas. Vamos a la toma del Poder como sea, para establecer la dictadura.”

¿Y ésta?, quién la dijo, ¿Onésimo Redondo o Ledesma Ramos?.

Son frases que como las fotos viejas nos suenan a conocidas, sabemos que son de la familia pero somos incapaces de adjudicárselas a un tío o a un primo o a un abuelo determinado.

La primera es del clerical Gil Robles y la pronunció en 1933, la segunda es de Largo Caballero y la dijo poco antes del estallido de la guerra.

Incluso uno que intentó mantenerse apartado de las banderías, Antonio Machado, cargaba sus frases con pólvora: “Es don Miguel de Unamuno la figura más alta de la actual política española. Él ha iniciado la fecunda guerra civil de los espíritus, de la cual ha de surgir (cuando surja) una España nueva.” , Segovia, 15 de marzo de 1930.

El ambiente empezó a cargarse de electricidad. Las mayores atrocidades parecía anunciadas, y cuando acababan por cumplirse, nadie se extrañaba de ello: ni asesinatos, ni complots, ni pronunciamientos cuarteleros, ni quema de iglesias o conventos, ni matanzas de campesinos, ni.....

Dijo Dionisio Ridruejo: “En su inmensa mayoría, los pensadores, profesores y escritores que tenían vigencia en el decenio del 23 al 33 eran liberales o se interesaban por el socialismo o el anarquismo.” A partir del 33 y hasta desembocar en 1936, unos tiraron para la izquierda y otros para la derecha. Entre los viejos del 98 la mayoría se quedó donde estaba o se quitó de en medio con discreción.


Andres Trapiello, Las Armas y las Letras. Literatura y guerra civil, 1936-39