miércoles, 22 de noviembre de 2017

La guerra de la Roca y la ciudad de las nubes

Hay pocos sucesos en la historia de América y de España como la Guerra de la Roca, pues en escasas ocasiones la realidad ha superado tanto a la fantasía como en la pacificación de los indios queres y la toma de su “ciudad de las nubes”, conocida por los conquistadores como Acoma.
La leyenda de la existencia de una extraña urbe en el aire había llegado a las avanzadillas españolas cuando en 1539 fray Marcos de Niza encontró en Cíbola a unos indios que le hablaron de una enigmática y poderosa ciudad invulnerable, habitada por cientos de poderosos guerreros que se pintaban el cuerpo de negro para la batalla y construida en las rocas. La llamaban Hakuque y decían que era inconquistable. Edificada en medio de una llanura, en un valle de casi 5 kms de ancho y rodeado de inmensos precipicios, había sido edificada por los queres en lo alto. Para llegar a ella era necesario subir un peligroso camino por pequeñas sendas en las que un tropiezo o un descuido suponía caer desde más de cien metros de altura. Coronado la visitó y fue recibido con sorpresa y buenas maneras.
50 años más tarde, en 1598 la poderosa expedición de Juan de Oñate llegó al lugar. Los soldados cubiertos de hierro de Oñate, con sus caballos y armas de fuego, hicieron que los pueblo se sintiesen intimidados y decidieran que era mejor colaborar. Viendo que los extranjeros respetaban sus vidas, familias y haciendas, resolvieron someterse a los dictados de los españoles hasta ver como evolucionaban las cosas.
Optimista por la falta de reacción armada, Oñate fundó San Gabriel, la segunda ciudad española en antigüedad de los actuales EEUU (desaparecida, junta a la actual Chamita), y comenzó a poblar y explorar el nuevo territorio. Para mejorar las relaciones con los indios decidió concentrar a los representantes de las principales tribus en Gupuy (Santo Domingo). Allí los queres, tigua y jemez aceptaron jurar fidelidad a la Corona de España y comportarse como leales aliados, y en septiembre de 1598, en San Juan, se celebró otra conferencia similar a la anterior que logró la sumisión de los tanos, los picuries, los tehuas e incluso los lejanos taos. Todo iba bien y la situación parecía controlada, pero para asegurarse, Oñate envió a su asistente personal, Juan de Zaldívar, a explorar las llanuras del este, acompañado de 50 jinetes. La misión era comprobar si el camino era practicable para el grueso de las fuerzas de Oñate, Mientras tanto, Oñate y los suyos continuaron en dirección a Acoma, llegaron allí el día 27 de octubre. Impresionado por la ciudad que se levantaba hacia el cielo, Oñate quedó contento al ver que los notables de la ciudad bajaban hasta su improvisado campamento para someterse. Al igual que en las ocasiones anteriores se repitieron los juramentos de fidelidad y las promesas de amistad. Lo que no sabía Oñate es que los indios, alarmados por el poder de los extraños guerreros blancos, habían decidido eliminarlos y pensaban que si su caudillo caía sería sencillo deshacerse del resto, así que resolvieron acabar con su vida.
Para ello invitaron a Oñate y a sus compañeros a subir a la ciudad. A los pies quedó una pequeña escolta con los caballos, y Oñate con una decena de hombres acompañó a los queres para visitar Acoma. Impresionados por los estrechos senderos abiertos al vacío en el ascenso, los visitantes contemplaron asombrados las casas de varios pisos con terrazas y los estanques en los que se recogía el agua de lluvia.
Por alguna razón que no conocemos, tal vez por la intimidatoria presencia de los caballeros en sus armaduras, los indios no pusieron en marcha el plan acordado para asesinar al líder y sus seguidores. Los españoles recorrieron toda la ciudad y fueron acompañados amablemente hasta la bases de la inmensa montaña rocosa, donde montaron y continuaron su marcha.
La encerrona
Zaldívar, siguiendo las órdenes que tenía, salió a la búsqueda de su comandante en jefe, llegando a Acoma el 4 de diciembre de 1598, al igual que Oñate fue magníficamente acogido e invitado a subir. Su pequeña unidad de 30 hombres era muy pequeña para salir victoriosa si había un enfrentamiento y Zaldívar, muy experimentado, sabía que era muy peligroso dejarse convencer por los indios para acompañarles donde ellos quería. Aceptó a pesar de sus recelos. Dejó 14 hombres con los caballos y subió con la otra mitad a lo alto de la ciudad. Así, los 16 españoles que formaban el grupo de visita, se fueron dispersando por la ciudad mientras los habitantes les iban enseñando el lugar, agasajándoles y tratándoles con extremada amabilidad.
De repente, cuando el jefe de la tribu se dio cuenta de que los españoles estaban muy dispersos y les sería difícil defenderse bien dio un salvaje grito de guerra y todos los indios, desde los niños a las mujeres y los ancianos, comenzaron a atacar a los españoles con mazas, macanas, piedras, cuchillos de piedra y casi cualquier cosa que tuvieran a mano.
La lucha fue desigual y brutal. Sorprendidos por lo que estaba ocurriendo, la mayor parte de los españoles fueron cayendo a golpes, entre ellos Zaldívar, pero lo que los habitantes de Acoma desconocían era la naturaleza férrea de la gente a la que se estaban enfrentando. A pesar de la terrible desventaja, los feroces guerreros castellanos respondieron con un valor sobrecogedor y se defendieron del ataque a la desesperada, matando a decenas de sus enemigos antes de caer luchando abrumados por el número.
A golpes de espada, con cuchillos o con las manos y gritando ¡Castilla! Y ¡Santiago!, los españoles se buscaron entre las callejuelas y casas, abriéndose paso entre la masa de agresores y dejando a su paso un rastro de sangre, huesos rotos, heridos y muertos.
En medio de la lluvia de piedras y flechas, cinco supervivientes se reunieron para intentar alcanzar el sendero de bajada, pero no lo lograron y lentamente fueron empujados hacia el precipicio. Sin pólvora, usando los mosquetes como mazas, con los aceros chorreando sangre, cubiertos de heridas y acribillados de flechas clavadas en sus coseletes y armaduras, siguieron cerrando como leones acorralados un círculo a su alrededor cada vez más pequeño.
Además de Zaldívar habían caído dos oficiales, seis soldados y los dos indios cristianos –guerreros de Tlaxcala – que les acompañaban. Sólo quedaban cinco hombres desesperados rodeados de enemigos enloquecidos. Cuatro eran soldados rasos y el otro era el alguacil mayor Juan Tamaro. No había salida, habían realizado una defensa heroica y valerosa y sabían que iban a morir, así que en la locura del combate y viendo que estaban perdidos, saltaron al vacío desde una altura de algo más de 40 metros.
Todavía hoy, más de 400 años después del suceso, no se sabe aún como ocurrió el milagro de que cuatro de ellos se salvaran de semejante salto (se cree que las dunas de arena traídas por el viento fueron la causa de su salvación. Ni que decir tiene que las caras de incredulidad de sus compañeros debían de ser dignas de verse) y sólo uno muriera. Sus compañeros, al verles caer, horrorizados por lo que sospechaban que estaba ocurriendo en lo alto de la ciudad, ayudaron rápidamente a los supervivientes y se refugiaron bajo los riscos, donde estuvieron unos días en tanto los heridos se recuperaban.
Podría parecer extraño que siguieran allí a pesar del peligro, pero los españoles conservaban los caballos y mantuvieron la guardia en un refugio en el que estaban a salvo de los proyectiles que les pudieran lanzar desde arriba. Alertados en previsión de un ataque, esperaron el momento oportuno y abandonaron el lugar. Todos sabían que lo ocurrido era el preludio de una revuelta de gran envergadura, y que los escasos españoles que había en la región tendrían que enfrentarse a los más de 30.000 indios pueblo que podían alzarse en armas. La situación era grave.
Conscientes del peligro, los españoles se dividieron en tres grupos, de los cuales el primero debía avisar a los colonos de San Gabriel del peligro que les amenazaba y conducir a los heridos; el segundo, dirigirse a Moqui y alertar a Oñate y al grueso de las fuerzas españoles en la región; y el tercero, avisar a misioneros aislados de lo que estaba ocurriendo.
Una vez más, la ventaja decisiva del caballo permitió que todos los españoles se reunieran en San Gabriel. En la pequeña población, apenas fortificada, se habían instalado los pedreros que estaban disponibles (única artillería que había) en la plaza de armas y los soldados se apostaron con sus mosquetes y arcabuces en las improvisadas fortificaciones, en las que hasta las mujeres defendían las azoteas de las casas. Los niños y los indios fieles se encargaron de reunir provisiones por si había que aguantar un asedio, se levantaron barricadas, parapetos y se dotó al pueblo de defensas mínimamente sólidas.
Oñate, ya maduro y experimentado, sabía que debía de responder al desafío, pues de lo contrario los indios pueblo en masa se unirían a los rebeldes y aplastarían el incipiente Nuevo México español. Pero había un problema, apenas contaba con 200 hombres y si quería tener éxito debía conquistar la más inexpugnable de las alturas.
Acoma contaba con unos 300 guerreros, a los que había que sumar un centenar de indios navajo que se les habían unido.  En total los queres y navajos disponía de casi medio millar de hombres en una fortaleza imposible de someter. Además, aunque los españoles podía barrer del campo con sus armas y caballos a un gran ejército de indios a pie, en el caso de Acoma las cosas no eran tan sencillas, pues había que subir por un sendero imposible que hacía fácil la defensa.
Aún así, Oñate sabía que la vida de la colonia, de las mujeres y de los niños dependía de si podía tomar la inconquistable ciudad del cielo. La elección era sencilla, o los españoles tomaban Acoma o desaparecían de Nuevo México.
Más allá de lo posible
En una junta de guerra se planteó la situación en toda su crudeza. Oñate pensó que él debía liderar la operación, pero había alguien que le disputó el honor. Se trataba del sargento mayor, Vicente Zaldívar, hermano del ayudante de Oñate, quien pidió capitanear la expedición contra Acoma. Nadie osó rechistar y se le entregó el mando de la operación de castigo que debía de salvar la nueva provincia para España.
El 12 de enero de 1599 el ejército de Nueva México, formado por 70 hombres partió a la búsqueda de la victoria o la muerte. Eran soldados viejos y solo entendían una forma de enfrentar la vida, así que la decisión fue simple: o todo o nada.
Las tropas de la minúscula expedición llevaban como artillería un rudimentario pedrero a lomos de un caballo. Apenas un puñado de oficiales disponía de arneses de calidad y el resto de la tropa se conformaba con escarcelas, herrumbrosas cotas de malla, petos acolchados y morriones de hierro. Sus armas ofensivas eran espadas y dagas, picas, unas pocas alabardas y algunos mosquetes y arcabuces. Sólo los oficiales disponían de alguna pistola de rueda. Todos conocían lo que era y significaba Acoma y ninguno pensaba en regresar ni en retroceder. De hecho nadie lo hizo.
El 22 de enero divisaron la impresionante roca en la que se levantaba altiva la ciudad. Los queres sabían ya que los españoles se acercaban y se habían preparado a conciencia. Habían acumulado provisiones, armas y, sobre todo, estaban convencidos de que podían derrotar a los demonios blancos y barbados, pues parecía imposible subir hasta lo más alto de la roca atravesando las barreras que habían situado en el camino. En las lindes de los precipicios, en las rocas y peñas y en las casas, terrazas y azoteas, centenares de guerreros con el cuerpo pintado de negro aullaban y maldecían al viento confiados en su fuerza. Para Acoma era la hora de la verdad, para los hombres de Zaldívar también.
Al pie de la inmensa formación rocosa los españoles se detuvieron. Sabían perfectamente que los gritos de desafío de los guerreros indios estaban dirigidos a ellos para acobardarles, pero algo así no iba a perturbar su calma y su decisión. Eran los herederos de mil años de guerra, de mil años de dedicación combativa.
Un heraldo se acercó y, después de hacer sonar la trompeta como aviso, reclamó la entrega de los culpables de la muerte de Zaldívar y sus compañeros. Tres veces lo exigió en nombre del rey, en medio de los insultos, amenazas y un griterío ensordecedor. Sólo se pretendía castigar a los culpables y Acoma no sufriría daño alguno.
Los enfurecidos indios no pararon de lanzar imprecaciones y cuando los españoles se aproximaron les cayó una lluvia de piedras y flechas. Sintiéndose protegidos por la altura, la fortaleza de sus defensas y el número de sus guerreros, los indios despreciaron las amenazas del insignificante ejército que les desafiaba.
El objetivo de Zaldívar era claro, con los medios de los que disponía era imposible el éxito, pero si conseguía la entrega de los culpables de la matanza y los sometía a un castigo ejemplar, tras un juicio en San Gabriel, era posible lograr la pacificación del territorio sin demasiado coste. Si por el contrario no había un acuerdo su código de honor y su deber le exigían tomar Acoma por la fuerza, algo sin duda más fácil de decir que de hacer.
Durante toda la noche, los españoles acampados al raso, debajo de la mole de la roca, escucharon los gritos de los indios en la cumbre. El viento arrastraba los ecos de sus cantos en las danzas guerreras con las que ya celebraban su segura victoria. Pero no sabían que quienes estaba debajo eran los compatriotas de quienes durante el último siglo habían cambiado la historia del mundo. Aunque aquellos españoles eran pocos y estaban solos, el problema para los indios queres es que no estaban dispuestos a perder, y la hazaña que iban a hacer al día siguiente no tendría parangón en la historia. Comenzaba a amanecer el 22 de enero de 1599.
Doce hombres elegidos –se habían dividido en grupos de 12 con diferentes misiones-, fueron enviados durante la noche a la parte más escabrosa del talud cargando con el pedrero que arrastraban con cuerdas. A pesar de que debían escalar, se armaron lo mejor que pudieron, y con sus espadas, dagas, cotas y corazas empezaron a remontar el cerro. Habían engrasado el metal para que no hiciese ruido y las piezas metálicas de las armaduras habían sido pintadas de negro –algo habitual para evitar la herrumbre- lo que hacía difícil verles. También habían oscurecido sus rostros, como los modernos comandos, y lentamente iniciaron la subida al borde del vacío, apoyándose unos a otros con cuerdas y arrastrando también su pequeño cañón y unos pocos arcabuces.
Para los indios de Acoma, el primer intento español comenzó al romper el alba, cuando Zaldívar envío a sus escasos mosqueteros y arcabuceros contra el lado norte de la roca. Desde allí comenzaron a disparar en tandas contra los indios, a los que causaron poco daño, pues para garantizar el éxito de las armas de fuego debían de acercarse aún más. Así lo hicieron pero los defensores, encaramados en los farallones y rocas, les acribillaron a flechazos y pedradas, e hirieron a varios.
Mientras el ataque de diversión se producía en el lado norte, los doce escaladores habían alcanzado lo más alto de un inmenso farallón separado por un profundo tajo del núcleo de la ciudad, y al atardecer cargaron el cañón y dispararon. El impacto del proyectil destrozó la pared de una de las casas de adobe y demostró a los indios que la defensa no iba a ser tan fácil.
Durante la noche varios grupos de soldados talaron los pocos pinos que había y los subieron hasta donde estaban los doce soldados y el pedrero. Todos, menos un grupo que quedó debajo guardando los caballos, subieron hasta el farallón y se ocultaron en las grietas y hendiduras. Con los troncos que llevaban y unas cuerdas fabricaron durante la noche un pequeño e inestable puente portátil.
En la madrugada del 23 de enero una sección de atacantes inició una carrera que sorprendió a los defensores. Cuando estos se quisieron dar cuenta los españoles habían tendido su tosca pasarela por encima del tajo, pese a la lluvia de flechas y piedras de los indios. Ya estaba un grupo de atacantes al otro lado cuando uno de los soldados cortó sin querer la cuerda que unía la pasarela, que cayó al abismo. Ahora el grupo estaba aislado de sus compañeros por un corte en la roca de decena de metros de profundidad y los defensores se dispusieron a acabar con ellos.
Separados de sus compañeros y atacados por una muchedumbre de enemigos, los españoles tenían que acabar sucumbiendo por el cansancio y las heridas. A corta distancia, sus armas de acero y su habilidad como espadachines les daba una notable ventaja que aumentaba con las recias protecciones que llevaban, pero también el peso de las armas les agotaba en la lucha contra cientos de enemigos que, además, se relevaban una y otra vez con nuevos combatientes. La situación reclamaba un héroe o un milagro y encontró ambas cosas.
Los arcabuceros concentrados al otro lado del tajo no podía disparar contra la masa de combatientes, pues podía herir  matar a sus compañeros, y veían con desesperación la dramática lucha que se desarrollaba al otro lado. En ese momento, Gaspar Pérez de Villagrá salió corriendo hacia el precipicio y dando un salto inconcebible alcanzó el otro lado de la sima. Con el apoyo de sus acorralados compañeros, alcanzó la cuerda de la pasarela y la aseguró de nuevo. Había otra vez un paso, por el que los soldados de Zaldívar pudieron cruzar para ayudar a sus compañeros.
Lo que ocurrió en las horas siguientes fue uno de los combates más feroces de la historia de América del Norte. Con una desproporción de uno contra diez, los españoles comenzaron a abrirse paso entre los enjambres de guerreros indios que les acosaban y con sus picas, alabardas, dagas y espadas avanzaron metro a metro, combatiendo contra enemigos cargados de valor que les disputaron cada esquina y cada piedra de la ciudad. La lucha fue brutal. Aturdidos por los golpes de mazas y macanas, por los cortes de los cuchillos y clavas de piedra y acribillados de flechas hasta el extremo de parecer erizos, los hombres del grupo de Zaldívar se fueron apoderando de la ciudad.
Atemorizados ante seres que no parecían humanos, los defensores se refugiaron en sus casas, que por si mismas, con sus techos planos y sus terrazas constituían excelentes posiciones defensivas. La Roca había caído, pero quedaba aún la ciudad de Acoma, un espacio de casi medio km de muros entrelazados como en un complejo laberinto. Enfrente, con las armaduras y los cascos abollados, sangrando por mil heridas y con contusiones y huesos rotos, los españoles supervivientes se concentraron una vez más dispuestos a acabar de una vez con la resistencia.
De nuevo se repitió la ceremonia y un heraldo conminó a la rendición a los defensores, a los que se prometió el perdón si se declaraban súbditos del rey de España. Tres veces se repitió la oferta de rendición y por tres veces fue rechazada. Zaldívar ordenó tomar casa por casa.
El pedrero se colocó en primera línea y disparó contra las casas. Fue un proceso lento y sangriento, cada disparo del cañón demolía una pared o abría una brecha en los muros, por la que los rodeleros y piqueros españoles se introducían para acabar con los defensores con sus espadas y cuchillos de acero.
A los aullidos de los guerreros se unían los gritos de las mujeres y de los niños, más aún cuando algunas casas empezaron a arder. Una gran cantidad de humo comenzó a invadir la ciudad, dificultando la respiración y la visión. En medio de la confusión algunas casas se hundieron al caer los techos y a los españoles les costó sacar a mujeres y niños para que no cayesen abrasados entre las llamas o murieran de asfixia por la densa humareda.
La rendición
En la tarde del 24 de enero los defensores comenzaron a flaquear. Muchos de ellos, desesperados, se lanzaron al vacío antes que rendirse (dos de ellos se salvaron) y poco después los ancianos salieron de sus refugios y pidieron tregua, algo que los agobiados y agotados españoles aceptaron de inmediato.
La práctica totalidad de los aliados navajo habían caído, al igual que los responsables de la muerte de Juan Zaldívar y sus compañeros, por lo que su hermano concluyó que no era preciso más castigo. La ciudad de Acoma había quedado en ruinas y dos terceras partes de sus casas estaban destruidas. Todos los almacenes, en los que guardaban provisiones, estaban arrasados. Quinientos de sus defensores (en una ciudad de 1000 hombres) estaban muertos y todo el trabajo de años de acarrear piedras, arcilla, adobe y madera hasta la cumbre se habían perdido y sería necesario comenzar de nuevo. El castigo sufrido había sido terrible.
En los alrededores de Acoma pronto se supo que los diablos blancos habían tomado la ciudad de las nubes y que los invencibles queres habían perdido su inconquistable ciudadela. El miedo cundió entre los indios pueblo que esperaban el momento de acabar con los españoles de San Gabriel, y concluyeron que estos debían de estar protegidos por algún embrujo o poder oculto y decidieron presentarse ante Oñate en señal de sumisión, llegado al extremo de entregarle a los queres que se habían refugiado entre ellos.
De esta manera, el conquistador de Nuevo México supo de la victoria de Zaldívar, que llegó poco días después con sus hombres tras una dura marcha en medio de la nieve. Todos los españoles estaban heridos y toda su vida guardaron en sus terribles cicatrices el recuerdo de uno de los combates más asombrosos que recuerda la historia. Habían tenido sólo dos muertos y uno de ellos, Lorenzo Saldo por fuego amigo, ya que lo abatió por error su compañero Arsenio Archuleta. También llevaba Zaldívar a 80 muchachas de Acoma para que fuesen educadas por las monjas en México.

Fuente: Martínez Láinez, F.; Canales Torres, C. Banderas lejanas. La exploración, conquista y defensa por España del territorio de los actuales EE.UU.