lunes, 21 de septiembre de 2009

El Himno nacional

El 27 de febrero de 1937, la Junta Técnica del Estado publica un decreto en el que declara “himno nacional el que lo fue hasta el 14 de abril de 1931, conocido como Marcha Granadera, que se titulará Himno Nacional, y que será ejecutado en los actos oficiales, tributándosele la solemnidad, acatamiento y respeto que el culto a la Patria requiere”.

Resulta significativo que Franco decidiera recupera el viejo nombre de Marcha Granadera, por entonces en desuso, para eliminar la palabra “real” del título. Ello deja entrever la intención de desvincular el Nuevo Estado de cualquier compromiso con la restauración monárquica.

La característica más notoria del himno de España es que no tiene letra, aunque a lo largo de todas su historia ha habido varios intentos de subsanar esta “carencia”. Y es que la Marcha Granadera o Real no es un himno al uso, sino una marcha de carácter militar y, como todas ellas, no fue pensada para ser cantada, sino de acuerdo a una finalidad muy distinta.

La Marcha Granadera es una de la músicas oficiales más antiguas de Europa, pues se viene utilizando, al menos, desde 1760. En este año, se incorpora a los toques militares esta composición (de autor desconocido) signo de la creciente importancia del cuerpo de granaderos dentro del Ejército, convirtiendose en una auténtica élite durante el s. XIX. Su carácter rítmico y solemne servía para que la infantería, el cuerpo más decisivo en todos los ejércitos hasta el siglo XX, mantuviera el paso en la batalla bajo el fuego enemigo.

Más allá de su uso militar, la implantación de la Marcha Granadera como música de rango oficial se cree data de 1770, año en el que Carlos III la declara Marcha de Honor. Finalizada la Guerra de la Independencia y regresa a España el rey Fernando VII, es restablecida como marcha nacional.

Durante todo el siglo XIX la Marcha Real carece de una versión oficial. Su realización corre a cargo de Bartolomé Pérez Casas, quien concluye la partitura en 1908, dándole una forma muy similar a la actual, con una estructura en tres partes, primera y tercera iguales y una central con variación de cuarto grado.

Mención especial merece la proliferación de letras para el himno que desde los primeros años del régimen franquista van a circular, con el consentimiento tácito de las autoridades. Destacando por encima de todas la escrita por José María Pemán, con una tímida alusión fascista “alzad los brazos, hijos del pueblo español”, y la de Luís Marquina, quién la había creado durante el reinado de Alfonso XIII, cantada especialmente por los monárquicos

Motto

He encontrado mi motto, y para los listos

http://es.wikipedia.org/wiki/Motto

Lo leí hace poco en una novela de Eduardo Mendoza, ésta es bastante mala, considerando el nivel del señor Mendoza.

Dice así:

La gente que lee con avidez y sin método suele leer cosas que no le reportan ningún provecho.

Creo que me cuadra a la perfección

Saludos

jueves, 17 de septiembre de 2009

La sociedad visigoda, tercera y última parte

Los campesinos

Los campesinos adscritos a la tierra de un señor laico y a la persona de éste son poco mencionados en los textos. Proceden dé los antiguos colonos romanos y de los campesinos libres que han aceptado la protección de un señor; su situación real —aunque sean libres jurídicamente y tengan por ello unos derechos personales— apenas difiere de la de los libertos, y parece que éstos, una vez rotos los vínculos de dependencia directa que los unían al señor, pasaban a la condición de tributarios, nombre que reciben encomendados y colonos. Unidos para siempre a la tierra que trabajaban, no podían venderla ni enajenarla de ningún modo, pero sí transmitirla a sus descendientes junto con la condición de tributario, y podían hacer suya la mitad de los campos incultos que roturasen.

En cuanto a los campesinos libres, los textos apenas los citan, por lo que puede deducirse que o bien su número y su importancia eran reducidos o que la legislación, hecha por la nobleza y para defender sus intereses, no se preocupó lo más mínimo de este grupo social que tendería a desaparecer en la Península del mismo modo que en el resto de Europa.

Libres privilegiados

Las fuentes de que disponemos para este período son de origen aristocrático y se limitan a describirnos la nobleza, laica y eclesiástica, y sus actividades; si se menciona a libres y libertos se debe a que son propiedad de nobles y eclesiásticos. Los antiguos nobles hispanorromanos nos son mal conocidos y es de suponer que, igual que ocurrió en el resto de Europa, se unieran a la nobleza militar germana, o pasaran a formar los cuadros eclesiásticos, cargos para los que estaban preparados por su cultura. No cabe duda de que Leandro y su hermano Isidoro, así como otros muchos obispos y fundadores de monasterios, pertenecían a estas poderosas familias.

Nobles y clérigos basan su situación de privilegio en la posesión de la tierra, que es y será durante mucho tiempo la fuente única de riqueza y poder. Los visigodos adquirieron sus propiedades por derecho de conquista o mediante acuerdos con los grandes terratenientes según el carácter, violento o pacífico, de su instalación en las diferentes regiones de Hispania. Los clérigos, como institución, han obtenido sus bienes por medio de colectas de bienes muebles y a través de las donaciones de tierras hechas por los fieles.

Entre las primeras figuran los cereales, el vino, los frutos y el dinero que la Iglesia recibe en forma de diezmos y primicias y en concepto de derechos de estola, es decir, como pago por la administración de los sacramentos. Diezmos y primicias no parecen haber sido obligatorios, y la exigencia de cualquier cantidad por administrar los sacramentos estuvo siempre prohibida, pero unos y otros fueron admitidos a título voluntario y estimulados por la Iglesia. Más importantes son las donaciones de tierras con sus hombres y ganados, los legados testamentarios y las dotaciones de iglesias y monasterios que harán de la Iglesia visigoda, en conjunto, el mayor propietario territorial de la Península.

La posesión de la tierra es la base del prestigio y de la fuerza económica de nobles y clérigos, pero éstos disponen además de una autoridad que refuerza su poder económico y lo extiende más allá de los límites de sus posesiones. El derecho de mandar, de castigar, y el deber de mantener el orden corresponde al rey, y éste, incapaz de hacer efectivo este poder, lo delega en los grandes propietarios, únicos que por medio de sus clientelas armadas pueden gobernar el territorio; su autoridad se extiende, de este modo, a las zonas próximas a sus dominios. Aparte de los beneficios económicos que de modo directo les reporta el ejercicio del poder (concesión de tierras por parte del rey, recepción de algunos impuestos, cobro de multas...) los grandes propietarios consiguen que numerosos campesinos libres, necesitados de protección o arruinados por las malas cosechas y por el alza de los impuestos, les entreguen sus tierras, se conviertan en colonos o encomendados.

La nobleza laica

Mientras el pueblo visigodo no pasó de ser un grupo militar en continuo movimiento gozó de un sistema de gobierno que podríamos llamar democrático en cuanto que todos los hombres libres participaban en la elección del jefe militar o rey y eran consultados en las asambleas celebradas anualmente durante los solsticios de verano. Al establecerse los godos en el Imperio como federados y más tarde como dueños de sus propios destinos, las asambleas populares decayeron y fueron sustituidas por la consulta o la decisión de un grupo de consejeros y amigos del monarca.

La gens Gothorum, el grupo militar visigodo, estaba formado por un número reducido de familias nobles cuyos miembros reciben los calificativos de primates o séniores y están unidos al rey por lazos de fidelidad personal. Junto a ellos figuran los mediocres, entre los que se incluyen con igual título las clientelas armadas de los séniores —reciben el nombre de sayones— y del rey, a los que conocemos con el nombre de gardingos. Al primer grupo pertenecerían unas cuatrocientas familias y al segundo mil.

Equiparados por sus propiedades a los grandes latifundistas romanos, estos consejeros forman el Senatus o asamblea política de los visigodos; aceptan bajo su protección a campesinos y colonos y se rodean de grupos armados que les permiten defender sus dominios y otorgar la protección debida a los campesinos, convertidos, por su trabajo, en soporte del poder político y social de los séniores. Las clientelas armadas y los campesinos acogidos al patrocinio de un noble, así como sus esclavos y libertos, ven en éste a su señor directo, y el rey queda relegado a un segundo plano, prácticamente reducido a sus propios dominios y a la ayuda que le puedan proporcionar sus propios hombres armados.

La autoridad del monarca será efectiva si consigue superar en tierras y, por consiguiente, en hombres armados al resto de los nobles; en caso contrario, será destronado o se verá obligado a pactar y hacer concesiones que limitan su ya disminuida autoridad.

El plan casi igualitario en que se mueven nobles y reyes experimenta importantes modificaciones a fines del siglo VI cuando Leovigildo decide convertir a su pueblo de guerreros en soporte de un estado organizado a la manera imperial, en el que los nobles militares perderían el ejercicio exclusivo del poder político para compartirlo con la que podríamos llamar nobleza de servicio o administrativa, que se recluta en su mayor parte entre las filas de los gardingos unidos al rey por juramentos de fidelidad.

La creación de una nobleza adicta y sometida al rey, de quien dependían todos los nombramientos, tenía como finalidad contrarrestar el excesivo poder de la nobleza de linaje; ésta mantendría sus posesiones pero se vería alejada de los puestos de mando, militares y judiciales, y su anulación política debería tener como efecto principal la creación de una monarquía hereditaria, paso que dio Leovigildo al asociar al trono a sus hijos Hermenegildo y Recaredo. Los planes del monarca visigodo pudieron ser llevados a la práctica precisamente por la riqueza y la fuerza militar que le proporcionó su matrimonio con Godsvinta, viuda de Atanagildo.

La incorporación a sus dominios del reino suevo y de algunas zonas arrebatadas a vascos (los antiguos vascos ocupaban las actuales Navarra, País Vasco y parte de Cantabria) y bizantinos (ocupaban desde la época de Justiniano la zona mediterránea desde Málaga hasta Cartagena, aproximadamente) le permitió pagar los servicios de esta nueva nobleza y derrotar a sus oponentes. Pero su proyecto no llegó a realizarse de una forma total al fallar, por motivos religiosos, la colaboración de los hispanorromanos, que debían proporcionar al nuevo Estado su organización jurídica y administrativa.

De todas formas, con Leovigildo desaparece el Senatus o asamblea política de la aristocracia goda de linaje y es sustituido por el Aula regia o Palatium regis del que formarán parte los oficiales palatinos, los consejeros del rey, los condes y duques encargados del gobierno de las ciudades y provincias, los condes con funciones militares y los gardingos.

Los miembros del Aula regia que reciben en las fuentes, con excepción de los gardingos, los calificativos de primates, optimates, magnates, viri illustres, clarissimi et spectabiles, es decir, los primeros, los mejores, los más grandes, los varones ilustres, sobresalientes y notables, serán los colaboradores directos del monarca con el que legislan, gobiernan, juzgan y administran el reino.

Sus cargos no son en principio hereditarios, sino que dependen de la voluntad del rey; pero en la practica se da una tendencia a transmitir por herencia los cargos y, con ellos, los beneficios de todo tipo que llevan anejos. A corto plazo, esta nobleza que ha servido para quebrantar a la de linaje, la suplantará en sus pretensiones y provocará sublevaciones contra el rey cuando no consiga por medios pacíficos ver confirmados o incrementados sus privilegios.

Los obispos comparten el poder con los miembros del Aula regia; éstos tendrán el gobierno activo, aquellos ejercerán una labor de inspección y control a través de los concilios generales en el ámbito nacional y por medio de los sínodos provinciales en el ámbito regional y local según dispone el III Concilio de Toledo al ordenar que cada año se reúnan los sínodos provinciales y que asistan a ellos, además de los obispos, los jueces del territorio y los encargados del patrimonio fiscal, «para que aprendan cuan piadosa y justamente deben tratar al pueblo, de forma que no graven los bienes privados ni los fiscales con cargas e imposiciones superfluas»; los obispos, por orden del rey, deben vigilar «cómo actúan los jueces con la población, de modo que los corrijan o den cuenta de su actuación al rey»; el obispo y los nobles con autoridad en la provincia deben decidir conjuntamente qué impuestos se deben pagar en ella.

FIN

P.S.: Tomado anarosaquintanamente e intercontextualizado de La Península en la Edad Media, de Jose Luís Martín

sábado, 12 de septiembre de 2009

La sociedad visigoda, segunda parte

Libertos

El paso de siervos a libertos depende casi siempre de la voluntad del dueño, excepto en el caso de los siervos de los judíos y en el ya señalado de los esclavos a los que su dueño hace pasar por libres para buscarles un matrimonio ventajoso con personas libres. Como una variante de esta excepción podemos considerar el caso del siervo al que su dueño ha hecho declarar en juicio como si fuera libre. En todas las demás circunstancias es la decisión del señor y sólo ésta la que cuenta a la hora de conceder la libertad; y ni siquiera el rey tiene poder para liberar a los siervos de
particulares o de la Iglesia.

Es de suponer, sin embargo, que ni los particulares ni los eclesiásticos se negarían a manumitir a sus siervos ante una indicación del rey, siempre que éste les compensara económicamente. Así ocurre cuando un siervo ayuda a descubrir una falsificación de moneda: si el acusado es su propio señor, el siervo es condenado a muerte junto con el falsificador por suponerse una complicidad entre ambos; pero si el siervo no es propiedad del acusado, el rey paga su precio y es declarado libre siempre que su dueño lo consienta.

El señor puede conceder la libertad a sus siervos oralmente o por escrito, y en ambos casos se exige la presencia de testigos; los siervos del rey son liberados siempre mediante acto escrito y por lo que sabemos de los libertos eclesiásticos parece deducirse la misma conclusión, ya que era obligatoria la presentación ante cada nuevo obispo de la carta de libertad. En el caso de que una persona cualquiera deseara liberar a un siervo ajeno, podría hacerlo previo consentimiento del dueño y tras entregar a éste otros dos siervos o su valor; como cualquier otro bien, el siervo podía ser propiedad de varias personas y todas ellas debían estar de acuerdo para otorgarle la libertad.

Los libertos absolutos podían acceder a los cargos eclesiásticos, pero no era posible cuando se trataba de libertos que mantuvieran una dependencia con su antiguo dueño, ya que ésta era incompatible con la libertad que exigía el estado eclesiástico, al menos en las órdenes mayores. La condición del liberto no equivalía plenamente a la de libre: no podían declarar contra sus señores ni causarles perjuicio alguno; no podían ser testigos contra hombres libres ni ocupar cargos palatinos, esto último por razones de prestigio social esgrimidas por los antiguos dueños que no podían tolerar que quienes habían sido sus esclavos pudieran ejercer cualquier tipo de autoridad sobre ellos.

De esta norma sólo se exceptuaba a los libertos del rey quienes, por muy alto que fuera el cargo ocupado, jamás podrían ordenar nada a su antiguo dueño. Los más favorecidos entre los libertos eran, pues, los del rey, que quedaban incorporados como libres no sólo a los trabajos agrícolas o artesanos sino también, desde los tiempos de Égica, al ejército.

Es probable que el liberto transmitiera la libertad plena, es decir, los derechos personales del hombre libre, a sus hijos; al menos así se desprende de la ley que prohíbe a los libertos testimoniar contra hombres libres y concede este derecho a los hijos de los libertos. El vínculo de patrocinio contraído por el liberto condicionado respecto al señor debió ser personal y romperse, en el aspecto jurídico, por la muerte del señor según se deduce del canon setenta del IV Concilio de Toledo cuando afirma que «los libertos de la Iglesia, porque su patrona no muere nunca, jamás se librarán de su patrocinio, ni tampoco su descendencia». Esta sumisión perpetua explica la necesidad de que «tanto los libertos como sus descendientes hagan una declaración ante el obispo por la cual reconozcan haber sido manumitidos de entre los siervos de la Iglesia, y se comprometan a no abandonar el patrocinio de la misma». La alusión a la muerte de los patronos como condición liberadora del patrocinio puede interpretarse en el sentido de que esto era lo usual en el mundo laico al que pretendían equipararse los libertos eclesiásticos.

En este mismo concilio se determinan las circunstancias en las que el obispo podía
manumitir a los siervos de la Iglesia:«los obispos que no dieren nada de lo suyo a la Iglesia de Cristo como compensación... no se atrevan, para condenación suya, a manumitir a los siervos de la Iglesia pues es cosa impía que aquellos que no aportaron nada de lo suyo a las iglesias de Cristo, les causen daño y pretendan, enajenar las propiedades de la Iglesia»; a los declarados libres ilegalmente
«el obispo sucesor los hará volver a la propiedad de la Iglesia, por encima de cualquier oposición, porque no los libertó la equidad sino la injusticia».
Si el obispo quiere liberar de forma absoluta a algún esclavo, debe ofrecer a la Iglesia dos esclavos de condiciones parecidas y obtener la aprobación escrita de los restantes obispos, es decir, debe someterse a las condiciones exigidas a los laicos para liberar siervos ajenos. Para conceder la libertad condicional de modo que los libertos queden bajo el patrocinio de la Iglesia, basta que los obispos dejen de su patrimonio a la sede, o que hayan obtenido mientras ejercen su cargo, algunas
fincas o siervos, siempre que el valor de los liberados guarde con los bienes dados y obtenidos la proporción exigida por los cánones, proporción que el concilio de Mérida evalúa en relación de uno a tres.

La equiparación entre libertos y colonos es aceptada por el Concilio IX de Toledo (655) que establece que «los libertos de la Iglesia y su descendencia prestarán obsequios prontos y placenteros a la basílica de la que merecieron la gracia de la libertad, los cuales, así como dan en obsequio, según sus posibilidades, lo mismo que los libres útiles, así sufrirán las mismas penas que éstos para enmienda de sus culpas». En este mismo concilio, como consecuencia lógica de la sumisión perpetua a la Iglesia, y como resultado de la estricta separación entre libres y no libres, se prohíbe a los libertos eclesiásticos y a su descendencia casarse con romanos libres o con godos, que por el simple hecho de serlo gozan de libertad.

Las vocaciones sacerdotales, excepto para los cargos bien remunerados, no debían ser
muchas en la Península y, en consecuencia, se hizo preciso habilitar para el desempeño de las funciones religiosas a algunos siervos, y para ello era condición previa otorgarles la libertad en el caso de que fueran promovidos a los cargos de diácono o de presbítero. Todo lo que éstos adquirieran —recordemos que no podían contraer matrimonio— debía volver a la Iglesia en el momento de su muerte; libres únicamente para ejercer su ministerio, en todo lo demás seguían siendo libertos y, en consecuencia, no podían testificar contra la Iglesia y si lo hicieran perderían la
libertad así como el grado eclesiástico que «no merecieron por la dignidad de su origen sino por la necesidad de los tiempos» (IV Concilio).

A veces, la escasez de clérigos no se debía a falta de vocaciones, sino a la escasa
remuneración de los cargos eclesiásticos inferiores y a la avaricia de algunos presbíteros «que retienen los bienes de sus iglesias totalmente y no se preocupan para nada de tener clérigos con los cuales puedan celebrar los debidos oficios de alabanza al Dios Omnipotente». Según sus posibilidades económicas, los presbíteros estaban obligados a elegir entre los siervos de sus iglesias algunas personas «a las cuales, con buena voluntad, las eduquen de tal modo que puedan celebrar dignamente el oficio santo y sean además aptas para su servicio». Quizá por tratarse de simples
auxiliares del presbítero no se exige de modo explícito el requisito de otorgarles la libertad, y por el modo de vida que llevan, más parecen siervos que libertos, ya que reciben el alimento y el vestido de manos del presbítero al que deben fidelidad como señor suyo que es, según el concilio de Mérida tantas veces citado.

jueves, 3 de septiembre de 2009

La sociedad visigoda, primera parte

Hispania, siglos V al VIII.

Según la tradición germánica de los visigodos y su imbricación con las normas romanas sólo existen dos clases de hombres, los libres y los siervos a los que habría que añadir el grupo de los libertos, antiguos siervos a los que se ha concedido la libertad.

Pero bajo estas clasificaciones se ocultan enormes diferencias: libres son los nobles hispanorromanos dueños de grandes propiedades, los miembros de la aristocracia visigoda y los clérigos; libre era la mayor parte de la población urbana (de la que apenas sabemos nada) y libres eran los pequeños propietarios rurales social y económicamente independientes; libres igualmente eran los colonos y los encomendados que se habían visto obligados a buscar la protección de un gran propietario mediante la entrega de sus tierras o de su trabajo; pero su libertad no llegaba a permitirles abandonar la tierra que cultivaban.

La suerte de los siervos no difería mucho de la de los colonos y campesinos adscritos a la tierra; legalmente inferiores a éstos, carecían de una serie de derechos pero disponían, a veces, de mayores posibilidades que los simples libres, y en cuanto a los libertos, su situación era equiparable en todo a la de colonos y encomendados

Siervos

Se adquiere el estado de siervo por las mismas causas que en la sociedad romana, es decir, por el nacimiento, por cautividad —prisioneros de guerra—, por entrega voluntaria, como en los casos de hombres libres que se venden a sí mismos como esclavos (aunque la «voluntariedad» de esta entrega sea más que discutible y venga impuesta casi siempre por necesidades económicas) y por deudas o condena judicial. Además de las causas señaladas, se convierten en siervos los que no disponen de bienes suficientes para pagar los daños que hubiera causado un falso testimonio, los responsables de diversos delitos sexuales entre los que se incluyen las violaciones, raptos, adulterios, el matrimonio o el concubinato de mujeres con siervos o libertos que no les estuvieran sometidos, la celebración de segundas nupcias sin tener seguridad de que el primer cónyuge hubiera muerto, la provocación de abortos, el abandono de los hijos, la venta de hombres libres como siervos...

La característica esencial del siervo es su condición de cosa que le impide tener derechos: puede ser vendido, comprado o cambiado libremente por el dueño, que puede igualmente castigarlo según su voluntad, con la única limitación, impuesta a fines del siglo VII, de no mutilarlos ni causarles la muerte. Sólo en determinados casos se les permite declarar en juicio como testigos siempre que sus dueños los declaren dignos de crédito, con lo que se presta confianza no al siervo sino al señor; incluso en estos casos su testimonio sólo es válido en causas de poca importancia (peleas entre vecinos y parientes, discusiones sobre lindes, robos de escasa monta...) y siempre que no hubiera hombres libres que hubieran presenciado el hecho. Su testimonio es admitido e incluso exigido en los casos de fuga de otros siervos y el juez puede aplicarles tormento para obtener de ellos la verdad, teniendo cuidado de no mutilarlos para evitar perjuicios económicos al dueño. Igualmente se les obliga a declarar cuando el rey investiga delitos de falsificación de moneda o crímenes de lesa majestad y cuando se sospecha la existencia de adulterio en alguno de sus señores; se les permite testificar cuando ellos mismos han sido maltratados por personas que no sean sus dueños, por considerar que el siervo debe proteger en todo momento los intereses del señor, entre los que se cuenta él mismo. La ley de Chindasvinto que regula este último punto alude a la existencia de hombres libres que, abusando de su condición, hieren a siervos ajenos y se niegan a responder en juicio a las acusaciones presentadas por los esclavos, alegando que en el caso de que ellos, los libres, ganaran el pleito, no podrían recibir la compensación económica debida al no disponer el siervo de bienes propios; valiéndose de esta impunidad, eran frecuentes los casos de hombres libres que descargaban su ira sobre siervos ajenos que, por sí mismos, no podían reclamar.

En defensa de los intereses de los dueños, se autorizaba a los siervos a querellarse en las mismas condiciones que cualquier libre siempre que el dueño residiera a una distancia superior a cincuenta millas; si la distancia fuera menor sólo el dueño, es decir, el afectado en su economía, podía reclamar; y si no pudiera acudir al juicio por justas razones se le permitía delegar en el siervo. Pero la actuación del esclavo sólo era válida si el dueño estaba conforme con ella, pues si éste creía que el siervo no había mostrado suficiente interés en la defensa de sus derechos podía iniciar de nuevo el pleito. En definitiva; los siervos carecen de personalidad jurídica. El señor era responsable por ellos y además era el beneficiario de sus ganancias. La justicia se reduce a utilizarlos cuando los necesita por carecer de otros medios para averiguar la verdad, lo cual no puede extrañarnos en una sociedad que recomienda se prefieran los testigos ricos a los pobres por considerar que estos últimos pueden falsear su testimonio obligados por las necesidades económicas.

Las relaciones sexuales de los siervos con personas de distinta categoría social se consideran un atentado contra el orden establecido y son gravemente castigadas en el siervo, y en el libre que no respeta ni hace honor a su condición; la persona libre o liberta que consienta en estas relaciones se ve reducida a la esclavitud, y los hijos habidos de estas uniones serán igualmente siervos.
Esta última cláusula de la ley daría lugar a gran número de abusos. La posesión de siervos, de su fuerza de trabajo, era una fuente de riqueza importante, por lo que debieron alcanzar un alto precio del que el señor procuraba resarcirse obligando a los siervos a un trabajo continuado y a las siervas a tener el mayor número posible de hijos. No es difícil imaginar que una sierva joven, en estado de procrear, alcanzaría precios inaccesibles para los pequeños o medianos propietarios, muchos de los cuales recurrieron, para obtenerlas, al procedimiento de hacer pasar por libres a sus siervos y casarlos con mujeres libres o libertas. Una vez realizado el matrimonio se descubría el fraude y la esposa con los hijos pasaba a ser propiedad del dueño del marido. Para remediar estos abusos, se estableció que cuando se pudiera probar el fraude el dueño perdería sus derechos sobre marido y mujer, por la sencilla razón de que el señor había hecho creer que realmente su siervo era libre y debía creerse en su palabra primera aunque luego se desdijera. En estas condiciones, no es extraño que la esterilidad alcanzara categoría de maldición bíblica, al menos para las siervas, al defraudar económicamente a sus dueños, verían endurecerse sus condiciones de vida.

Los siervos del rey

Dentro del mundo de los siervos, no todos tienen igual categoría. En la cima de todos ellos y con rango y poder superiores a los de muchos libres se hallaban algunos siervos del rey encargados por éste de la dirección de diversos servicios como el pastoreo del ganado, la acuñación de moneda y la cocina real. Éstos y en general cuantos ejercían autoridad sobre otros hombres estaban autorizados a declarar en juicio ya que, lógicamente, el juez no podría negar validez al testimonio de un siervo que gozaba de la confianza del monarca.

Los siervos del rey podían incluso tener sus propios esclavos a los que, en ocasiones, llegaron a manumitir mientras ellos permanecían en estado de esclavitud; disponían de algunos bienes que podían ceder o cambiar libremente siempre que con ello no salieran del poder supremo del rey, caso que se daba cuando las donaciones o ventas se efectuaban a las iglesias. Para evitar esta pérdida se ordenó que ningún siervo real pudiera liberar a los que dependían de él ni dar a la Iglesia tierras o siervos sino que, en el caso de que quisieran hacer una donación por su alma, vendieran sus tierras y hombres a otros siervos del rey, con lo que éste mantenía intactas sus propiedades, y dieran a la Iglesia el importe de la venta.

Los siervos eclesiásticos


La situación de los siervos eclesiásticos no debió ser mucho mejor que la de los particulares. Aunque la Iglesia tuvo un gran interés en manumitirlos por motivos religiosos, la diferencia económica entre un siervo y un liberto absoluto (veremos que existen dos tipos de libertos) debió ser motivo suficiente para que estas manumisiones fueran contadas. Los concilios insisten repetidas veces en la obligación de manumitir a los siervos y, al mismo tiempo, explican de forma suficientemente clara las razones por las que no se llevaban a efecto las manumisiones . El obispo es incitado a liberar a los siervos de la Iglesia, pero se le exige que los bienes eclesiásticos no disminuyan ni se pierdan, y es indudable que la manumisión de un siervo representaba una pérdida importante, por lo que el obispo sólo podría liberarlos en el caso de que compensara a la Iglesia con entrega de sus bienes patrimoniales.

En el concilio de Mérida (666) se puso de manifiesto que algunos obispos habían liberado a numerosos siervos de la Iglesia, y para evitar lo que el concilio llama abusos se inició una investigación sobre las circunstancias que concurrían en cada caso. Se dispuso, en el canon XX, que serían considerados libertos los que hubieran sido manumitidos por «aquellos obispos que han aportado a la santa Iglesia que gobiernan muchos bienes de su propio patrimonio» y volverían al estado de servidumbre los que debieran su libertad a quienes no dieron nada a la Iglesia. En el canon XXI, utilizando los mismos argumentos, se autoriza a los obispos a conceder bienes eclesiásticos a cualquier persona de su elección «si el obispo aportare grandes cantidades de su patrimonio a la iglesia que gobierna» y «si apareciera claramente que lo que escrituró a nombre de su iglesia es el triple o mucho más». En estas condiciones, muy pocos debieron ser los siervos manumitidos por la Iglesia, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo VII cuando se buscan los cargos episcopales como medio de enriquecimiento. Está probado que a fines del siglo se produjo una regresión y que gran número de libertos volvió a la servidumbre en virtud de las normas aprobadas en el concilio de Mérida, que fueron interpretadas de un modo aparentemente legal por muchos obispos a los que sólo preocupaba el incremento de sus bienes. Los cánones exigían que cuando fuera nombrado un nuevo obispo, los libertos le presentaran en el plazo de un año sus cartas de libertad para ser confirmadas; estas normas no serían conocidas en la mayoría de los casos por los libertos, y aprovechando su ignorancia «algunos obispos, más interesados en el aumento de sus cuentas que en agradar al Señor por sus obras de misericordia, convierten inmediatamente en esclavos suyos a aquellos libertos de la familia de la Iglesia que sus antecesores habían manumitido, por no haber presentado en el tiempo señalado el documento de su libertad».

El III Concilio de Zaragoza (691) puso fin a esta práctica al ordenar que el plazo de un año se contara a partir del momento en que el nuevo obispo hubiera pedido explícitamente a cada liberto la presentación de sus cartas; de esta forma se evitaría que los libertos alegaran ignorancia y que ésta fuera aprovechada por el obispo para reducirlos a esclavitud.

Ignoramos el número de siervos eclesiásticos, pero sabemos que a fines del siglo VII, en el XVI Concilio de Toledo (693), Égica se lamenta del estado de abandono en que se hallan muchas iglesias rurales por haber sido encomendadas varias de ellas a una misma persona que no podía atenderlas debidamente, y pide al concilio que, en adelante, cada una de las iglesias «aunque sea muy pobre, con tal de que pueda tener diez siervos», sea administrada por su propio y exclusivo rector; esta medida fue aprobada por los obispos asistentes; podemos colegir que si las iglesias rurales muy pobres podían tener a su servicio diez esclavos, el número de los pertenecientes a la Iglesia visigoda en general sería extraordinario, a pesar de las disposiciones canónicas en contra.

martes, 1 de septiembre de 2009

La conspiración judía mundial I

Año 694. En Toledo se celebra el Concilio XVII de la Iglesia cristiana.

El rey Égica inicia sus peticiones recordando las calamidades que azotan al reino a consecuencia de los pecados de la población y pide al concilio que reforme el estado de las iglesias rurales, semiarruinadas y cuyos ingresos son acaparados por algunos clérigos que regentan varias iglesias simultáneamente sin atenderlas, o por los obispos; en relación directa con este abandono parece hallarse el resurgimiento de la superstición y del culto a los ídolos entre los rústicos y también entre los obispos, según se deduce del canon V del XVII Concilio en el que se condena a quienes dicen misa de difuntos por personas vivas «para que aquél por el cual ha sido ofrecido tal sacrificio incurra en trance de muerte y de perdición por la eficacia de la misma sacrosanta obligación».

También las sinagogas se hallan derruidas, pero los judíos gozan de relativa libertad y el monarca pide que se apliquen las leyes promulgadas y que se pongan en vigor otras nuevas para privar a los hebreos de su medio de vida prohibiéndoles la asistencia a los mercados y recargando los impuestos mediante el procedimiento de eximir del pago a los convertidos sin variar el montante global de lo pagado por cada comunidad judía y de hacer que las cuotas debidas por los conversos fueran satisfechas por los restantes.

El problema judío adquiere un matiz político en el XVII Concilio de Toledo ante el que Égica acusa a los hebreos de haberse sublevado en otros reinos contra los monarcas y de haber organizado en la Península una conspiración para combatir y destruir el reino de acuerdo con sus correligionarios del norte de África; ante la imposibilidad de convertir a los judíos, el monarca pide a los padres conciliares que tomen medidas severas contra ellos.

Pero con una excepción: los que viven en Septimania (territorios al norte de los Pirineos pertenecientes al reino visigodo), donde sus servicios son necesarios ya que la inseguridad, los ataques exteriores y la peste inguinal habían diezmado la población.

La exención pedida para los judíos de Septimania, región fronteriza, parece desmentir la idea de una conjura internacional sobre la que el rey promete pruebas que no conocemos

El concilio rechazó la petición de Égica y condenó a todos los judíos a la pérdida de la libertad y a la confiscación de sus bienes; para que éstos fueran productivos y el rey pudiera solucionar los problemas de Septimania, el concilio sugirió al monarca la posibilidad de elegir en todo el reino algunos siervos cristianos de los judíos a los que se concedería la libertad y parte de los bienes confiscados a condición de que pagaran íntegramente los impuestos debidos por los judíos.

Este es una de las primeras ocasiones documentadas que tenemos sobre la "culpabilidad" genérica de los judíos en los problemas de España, casualmente se solucionaron los problemas incautando las riquezas de estos.