Libertos
El paso de siervos a libertos depende casi siempre de la voluntad del dueño, excepto en el caso de los siervos de los judíos y en el ya señalado de los esclavos a los que su dueño hace pasar por libres para buscarles un matrimonio ventajoso con personas libres. Como una variante de esta excepción podemos considerar el caso del siervo al que su dueño ha hecho declarar en juicio como si fuera libre. En todas las demás circunstancias es la decisión del señor y sólo ésta la que cuenta a la hora de conceder la libertad; y ni siquiera el rey tiene poder para liberar a los siervos de
particulares o de la Iglesia.
Es de suponer, sin embargo, que ni los particulares ni los eclesiásticos se negarían a manumitir a sus siervos ante una indicación del rey, siempre que éste les compensara económicamente. Así ocurre cuando un siervo ayuda a descubrir una falsificación de moneda: si el acusado es su propio señor, el siervo es condenado a muerte junto con el falsificador por suponerse una complicidad entre ambos; pero si el siervo no es propiedad del acusado, el rey paga su precio y es declarado libre siempre que su dueño lo consienta.
El señor puede conceder la libertad a sus siervos oralmente o por escrito, y en ambos casos se exige la presencia de testigos; los siervos del rey son liberados siempre mediante acto escrito y por lo que sabemos de los libertos eclesiásticos parece deducirse la misma conclusión, ya que era obligatoria la presentación ante cada nuevo obispo de la carta de libertad. En el caso de que una persona cualquiera deseara liberar a un siervo ajeno, podría hacerlo previo consentimiento del dueño y tras entregar a éste otros dos siervos o su valor; como cualquier otro bien, el siervo podía ser propiedad de varias personas y todas ellas debían estar de acuerdo para otorgarle la libertad.
Los libertos absolutos podían acceder a los cargos eclesiásticos, pero no era posible cuando se trataba de libertos que mantuvieran una dependencia con su antiguo dueño, ya que ésta era incompatible con la libertad que exigía el estado eclesiástico, al menos en las órdenes mayores. La condición del liberto no equivalía plenamente a la de libre: no podían declarar contra sus señores ni causarles perjuicio alguno; no podían ser testigos contra hombres libres ni ocupar cargos palatinos, esto último por razones de prestigio social esgrimidas por los antiguos dueños que no podían tolerar que quienes habían sido sus esclavos pudieran ejercer cualquier tipo de autoridad sobre ellos.
De esta norma sólo se exceptuaba a los libertos del rey quienes, por muy alto que fuera el cargo ocupado, jamás podrían ordenar nada a su antiguo dueño. Los más favorecidos entre los libertos eran, pues, los del rey, que quedaban incorporados como libres no sólo a los trabajos agrícolas o artesanos sino también, desde los tiempos de Égica, al ejército.
Es probable que el liberto transmitiera la libertad plena, es decir, los derechos personales del hombre libre, a sus hijos; al menos así se desprende de la ley que prohíbe a los libertos testimoniar contra hombres libres y concede este derecho a los hijos de los libertos. El vínculo de patrocinio contraído por el liberto condicionado respecto al señor debió ser personal y romperse, en el aspecto jurídico, por la muerte del señor según se deduce del canon setenta del IV Concilio de Toledo cuando afirma que «los libertos de la Iglesia, porque su patrona no muere nunca, jamás se librarán de su patrocinio, ni tampoco su descendencia». Esta sumisión perpetua explica la necesidad de que «tanto los libertos como sus descendientes hagan una declaración ante el obispo por la cual reconozcan haber sido manumitidos de entre los siervos de la Iglesia, y se comprometan a no abandonar el patrocinio de la misma». La alusión a la muerte de los patronos como condición liberadora del patrocinio puede interpretarse en el sentido de que esto era lo usual en el mundo laico al que pretendían equipararse los libertos eclesiásticos.
En este mismo concilio se determinan las circunstancias en las que el obispo podía
manumitir a los siervos de la Iglesia:«los obispos que no dieren nada de lo suyo a la Iglesia de Cristo como compensación... no se atrevan, para condenación suya, a manumitir a los siervos de la Iglesia pues es cosa impía que aquellos que no aportaron nada de lo suyo a las iglesias de Cristo, les causen daño y pretendan, enajenar las propiedades de la Iglesia»; a los declarados libres ilegalmente
«el obispo sucesor los hará volver a la propiedad de la Iglesia, por encima de cualquier oposición, porque no los libertó la equidad sino la injusticia».
Si el obispo quiere liberar de forma absoluta a algún esclavo, debe ofrecer a la Iglesia dos esclavos de condiciones parecidas y obtener la aprobación escrita de los restantes obispos, es decir, debe someterse a las condiciones exigidas a los laicos para liberar siervos ajenos. Para conceder la libertad condicional de modo que los libertos queden bajo el patrocinio de la Iglesia, basta que los obispos dejen de su patrimonio a la sede, o que hayan obtenido mientras ejercen su cargo, algunas
fincas o siervos, siempre que el valor de los liberados guarde con los bienes dados y obtenidos la proporción exigida por los cánones, proporción que el concilio de Mérida evalúa en relación de uno a tres.
La equiparación entre libertos y colonos es aceptada por el Concilio IX de Toledo (655) que establece que «los libertos de la Iglesia y su descendencia prestarán obsequios prontos y placenteros a la basílica de la que merecieron la gracia de la libertad, los cuales, así como dan en obsequio, según sus posibilidades, lo mismo que los libres útiles, así sufrirán las mismas penas que éstos para enmienda de sus culpas». En este mismo concilio, como consecuencia lógica de la sumisión perpetua a la Iglesia, y como resultado de la estricta separación entre libres y no libres, se prohíbe a los libertos eclesiásticos y a su descendencia casarse con romanos libres o con godos, que por el simple hecho de serlo gozan de libertad.
Las vocaciones sacerdotales, excepto para los cargos bien remunerados, no debían ser
muchas en la Península y, en consecuencia, se hizo preciso habilitar para el desempeño de las funciones religiosas a algunos siervos, y para ello era condición previa otorgarles la libertad en el caso de que fueran promovidos a los cargos de diácono o de presbítero. Todo lo que éstos adquirieran —recordemos que no podían contraer matrimonio— debía volver a la Iglesia en el momento de su muerte; libres únicamente para ejercer su ministerio, en todo lo demás seguían siendo libertos y, en consecuencia, no podían testificar contra la Iglesia y si lo hicieran perderían la
libertad así como el grado eclesiástico que «no merecieron por la dignidad de su origen sino por la necesidad de los tiempos» (IV Concilio).
A veces, la escasez de clérigos no se debía a falta de vocaciones, sino a la escasa
remuneración de los cargos eclesiásticos inferiores y a la avaricia de algunos presbíteros «que retienen los bienes de sus iglesias totalmente y no se preocupan para nada de tener clérigos con los cuales puedan celebrar los debidos oficios de alabanza al Dios Omnipotente». Según sus posibilidades económicas, los presbíteros estaban obligados a elegir entre los siervos de sus iglesias algunas personas «a las cuales, con buena voluntad, las eduquen de tal modo que puedan celebrar dignamente el oficio santo y sean además aptas para su servicio». Quizá por tratarse de simples
auxiliares del presbítero no se exige de modo explícito el requisito de otorgarles la libertad, y por el modo de vida que llevan, más parecen siervos que libertos, ya que reciben el alimento y el vestido de manos del presbítero al que deben fidelidad como señor suyo que es, según el concilio de Mérida tantas veces citado.
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