miércoles, 27 de junio de 2012

La demostración naval de Agadir



Una mañana de diciembre de 1957, con mar llana y expectante inquietud, varios prismáticos contemplaban desde el Canarias lo que acaecía en la ciudad marroquí de Agadir, mientras nuestros barcos, con los cañones apuntados y cargados, desfilaban frente a ella. 
La situación en nuestro territorio de Ifni a primeros de diciembre de dicho año no era tranquilizadora. Las bandas del llamado Ejército de Liberación lo habían invadido la noche del 23 de noviembre y aunque no habían conseguido su objetivo, que era la toma de Sidi Ifni, se luchaba para liberar los puestos que habían quedado cercados en el interior. Si se producía un levantamiento general de la población indígena de nuestro enclave, muy trabajada por la propaganda del Istiqlal, la situación de nuestras tropas podía ser desesperada. Además, nuestro servicio de información evaluaba como probable un nuevo ataque desde Añadir en dirección sur y otro desde el río Draa, en dirección norte. Además, tanto en Egliemin como en Tantan se habían detectado concentraciones importantes de “incontrolados”, sin que fuesen contenidos por parte del gobierno marroquí. 
Para hacer frente a esta situación, la aviación recibió orden de bombardear Tantan (fue cancelada poco después). Unas cuantas bombas lanzadas en una posición perdida en el desierto no podían ser resolutivas, y por ello el Gobierno decidió recurrir a la Armada, para advertir a Mohamed V que no podía continuar aplicando su equívoca política de apoyo encubierto, y a veces descarado, a quienes habían invadido el Sahara y atacado Ifni, territorio de plena soberanía española, después de haber abandonado las Fuerzas Reales Marroquíes la custodia de los pasos fronterizos. Se cursó la orden de una demostración naval en Agadir en la mañana del 6 de diciembre de 1957. 
El mensaje cifrado decía: “Disponga V. E. que Mendez Nuñez, Canarias, J.L. Díez, Gravina, Escaño y A. Miranda, al mando del contralmirante jefe de la 3ª División de la Flota, hagan lo antes posible demostración naval sobre Agadir, donde a corta distancia de la costa permanecerán hasta nueva orden con artillería cubierta, apuntando tierra para hacer fuego recibida orden expresa ministro de Marina. Sidi-Ifni será punto concentración amanecida sábado siete”. 
El Canarias se hallaba en Santa Cruz de Tenerife, adonde había llegado el pasado 30 de noviembre desembarcando tropas de refuerzo enviadas de la Península. 
  • Inciso personal: Entre ellos se encontraba mi padre, Vicente García Camacho, un cabo de infantería que se había presentado voluntario para incorporarse a los Regulares pues la vida en la Península “le aburría”; cumpliría 19 años a mediados de diciembre en pleno desierto escuchando las historias de las tropas indígenas bajo su mando. Hombres que veinte años antes habían estado haciendo la guerra a las órdenes de Franco. Pasó muchas noches sin poder dormir después de oír las atrocidades que los moros consideraban normales en tiempo de guerra contra los infieles. 
Se recibió otro mensaje de Madrid, se fijaba para las 10.00 del 7 el inicio de la demostración y se concretaba que se harían dos pasadas frente a Agadir. Al estar las naves en distintos fondeaderos se fijó como un punto de reunión a 15 millas al 200º de Agadir. Hasta las 09.15 no estuvieron todos los buques avistados por el Mendez Nuñez donde ondeaba la enseña del Contralmirante Meléndez. Se ordenó línea de fila en el siguiente orden: Méndez, Canarias, Díez, Gravina, Escaño y Miranda. La formación quedó establecida a 10.20, aproándose acto seguido a Agadir. 
A las 11.03 se inició la primera pasada hacia el norte a 8 nudos, en paralelo a la costa, en zafarrancho de combate y con los cañones apuntando a tierra por estribor. A 11.35 se invirtió el rumbo por el contramarcha, pasando a 0,4 millas de la punta de poniente del puerto de Agadir con los cañones apuntando a la ciudad por la banda de babor. A las 12.28 se tocó retirada y a las 17.37 se dislocó la fuerza, dirigiéndose cada navío a su puerto de atraque. 
Como no se le fijó la distancia a que tenía que pasar de Agadir el almirante Meléndez, motu proprio, decidió acercarse a 700 metros de la luz de la punta del muelle de poniente del puerto de Agadir. Durante la demostración se avistaron varios aviones que, de ser hostiles, hubieran supuesto un riesgo para la formación naval y comprometido el cumplimiento de la misión. Se reconocieron el hotel Gautier y el edificio SATAS , que entonces eran los más conspicuos de Agadir, así como la refinería con sus depósitos de combustible hacia los que apuntaron amenazadoramente las torres del Canarias. El autor de estas líneas, testigo presencial de esta demostración desde el puente de Estado Mayor del crucero Canarias, donde estaba destinado como jefe de comunicaciones, recuerda como en diversos puntos de la ciudad empezaron a izarse banderas. Eran los pabellones nacionales de diferentes países: mostrados por quienes pretendían poner de manifiesto la presunta propiedad no marroquí de determinados edificios. 
Según se supo a posteriori, en un cable-radio sorprendido se decía que las autoridades de Agadir informaron a Rabat que una formación naval de unos diecisiete buques cargados de hombres y material se encontraban frente a Agadir pareciendo señalar un intento de desembarco. Las fuerzas armadas reales fueron enviadas para impedirlo. 
Excepto el Canarias, que todavía permanecería en activo diecisiete años, éste fue el último servicio que prestaron unos magníficos barcos, ya desahuciados por su vejez y poco valor militar, que durante una treintena de años habían figurado en la Lista Oficial de Buques de la Armada en tiempos tan agitados como los de la guerra civil, segunda guerra mundial y los difíciles años que la siguieron. 
El Canarias camino del desguace en 1977
La demostración naval de Agadir ha sido calificada como la operación de presión más resolutiva de nuestra historia militar contemporánea, en un ambiente de crisis al borde de una progresiva escalada que conducía, sin desearlo, a un enfrentamiento directo con Marruecos. Nadie podía imaginar que estos vetustos barcos, próximos a convertirse en chatarra, pudieran, con su presencia y amenaza de empleo de la fuerza, prestar tan gran servicio, evitando a España verse en el dilema de soportar una vejatoria humillación o enfrentarse con un país “amigo y vecino” en un conflicto que hubiera tenido mala prensa en la opinión internacional. 

Ricardo Álvarez-Maldonado. Vicealmirante. 1998 

jueves, 21 de junio de 2012

RECOMPENSAS REPUBLICANAS POR EL HUNDIMIENTO DEL BALEARES


Sobre el combate naval conocido como “del cabo de Palos” existe abundante y valiosa bibliografía. Haremos un somero resumen.  

A principios de 1938 la Flota republicana mostraba una casi absoluta falta de iniciativa, dejando el dominio del Mediterráneo en manos de la Flota nacional, inferior en muchos aspectos, pero no en profesionalizad y agresividad. La situación provocó un exceso de confianza en la Flota franquista; la sensación de potencia de los cruceros nacionales hacía olvidar la peligrosidad intrínseca de los numerosos destructores republicanos que podían infligir importantes daños a los colosos de acero. Y así sucedió, en un encuentro fortuito que tuvo lugar entre la isla de Formentera y el cabo de Palos el día 6 de marzo. Los cruceros naciones Canarias, Baleares y Cervera daban escolta a los mercante Altube Mendi y Azcori Mendi, procedentes de Italia. Por otro lado, un grupo de combate republicano formado por los cruceros Libertad y Méndez Núñez y los destructores Lepanto, Antequera y Sánchez Barcáiztegui se había hecho a la mar el día anterior escoltando a unas lanchas rápidas que debían atacar la base de Palma.  
Ambos contendientes suponían al enemigo lejos, en otras aguas, y la sorpresa fue mutua. Amparados en las sombras, el Lepanto y el Antequera llevaron a cabo un ataque con torpedos que resultó eficaz y afortunado: en poco más de un minuto el Baleares se fue a pique. Los nacionales se alejaron del lugar, pero los republicanos fueron incapaces de explotar la situación. Cuando ambas flotas se separaron, 788 hombres habían perecido y la República había obtenido un gran éxito.  
Se celebró con la concesión a los participantes en la operación de las más altas recompensas: la Placa Laureada de Madrid para el comandante de la escuadra, Luis González de Ubieta, y el Distintivo de Madrid para el resto de hombres y naves.  



El 31 de octubre de 1936 la parte del Ejército español que permanecía leal a la legalidad republicana estrenaba un nuevo sistema de divisas y uniformidad. Se trataba de una iniciativa encaminada a conseguir que el ejército que estaba naciendo, el Ejército Popular, fuese nuevo también en cuanto a sus símbolos y formas, incluidas las condecoraciones. El nuevo sistema de condecoraciones no comportaba una ruptura total, sino una traducción de las viejas tradiciones militares al lenguaje de la nueva realidad. La más importante de las recompensas, la Placa Laureada de Madrid, no es otra cosa que una versión republicana de la Cruz Laureada de San Fernando, adaptada ahora a la mítica de Madrid como capital mundial del antifascismo. En las otras medallas continuarán vivos los valores clásicos del mérito militar, el valor individual, etc. De carácter absolutamente nuevo, más político que militar, sólo encontramos la Medalla de la Segunda Guerra de Independencia y una recompensa creada especialmente para los combatientes extranjeros, la Medalla de las Brigadas Internacionales.  



La Placa Laureada de Madrid sólo fue concedida a tres hombres: el general don José Miaja Menant (12 de junio de 1937 por la defensa de Madrid), el general don Vicente Rojo Lluch (10 de enero de 1938 por la efímera conquista de Teruel) y, finalmente, el capitán de corbeta don Luis González de Ubieta (16 de marzo de 1938 por el hundimiento del Baleares). Hubo algunos hombres que la recibieron a título póstumo: Ambrosio Ristori de la Cuadra, Domiciano Leal Sargenta y Manuel Álvarez Álvarez e, incluso, uno al que nunca se la entregaron: Leocadio Mendiola




El Distintivo de Madrid se concedía como recompensa colectiva y estaba equiparado en cuanto a méritos a la Placa Laureada de Madrid. Este distintivo lo ostentaban las banderas o enseñas de las unidades recompensadas, aunque también existió un distintivo personal, que podía lucirse, bordado en seda verde, en la manga izquierda de la camisa. Esta era la norma general. Pero para la ocasión que nos ocupa se creó otro diseño que refleja con meridiana claridad la misma esencia de la distinción, es decir, el mito de la ciudad de Madrid como emblema de la lucha por la República española; de hecho, el diseño se corresponde totalmente con el escudo de la Villa de Madrid, bordado en oro y plata.  



La España republicana celebró esta victoria de muchas formas, incluso cantando una curiosa adaptación de un tema muy popular que decía:  



No hay quien pueda,  
No hay quien pueda  
Con la gente marinera;  
Marinera, luchadora  
Que defiende su bandera.  
El Baleares ardió.  
¿Dónde está?, ¿dónde está?  
Nuestra Armada lo hundió en el fondo del mar.  



Por desgracia para los intereses republicanos, no hubo ningún efecto a posteriori. La propaganda republicana no supo o no pudo generar una corriente de confianza en su Flota, un desvertebrado conjunto de buques que, pese a su potencial, era burlado día a día en todos los mares y que no podía impedir la aparición del espectro del hambre y el racionamiento en la zona leal. Como es bien sabido, la Marina republicana no ganó en acometividad ni en eficacia, y permaneció hasta el final en sus puertos, salvo alguna acción esporádica que no pudo cambiar el statu quo de las flotas españolas en el Mediterráneo.  
Finalmente, hay un factor interesante a resaltar. La España republicana fue, en lineas generales, profundamente antimilitarista, y es por ello que todo lo relacionado con las condecoraciones, distinciones y recompensas militares no caló nunca en el pueblo, no teniendo apenas difusión ni importancia entre las herramientas de propaganda con las que contó la República

miércoles, 13 de junio de 2012

LA ARMADA GUARDACOSTAS DE ANDALUCÍA Y LA DEFENSA DEL ATLÁNTICO 1521-1550




La primera fecha señala el momento exacto en que aparece la Armada Guardacostas configurada ya como tal, es decir, formada por un grupo de navíos de guerra bajo esta denominación, recorriendo unas rutas concretas y cumpliendo unos objetivos muy definidos. El año 1550 no responde al fin de la Armada, sin embargo, su actividad fue desde entonces mucho menor. No podemos perder de vista que desde la tercera década del s. XVI se habían comenzado a organizar las primeras flotas acompañadas de buques de guerra, restando exclusividad a la Armada Guardacostas en la protección del tráfico atlántico.  



El nombre real era Armada de la Guarda de las Costas de Andalucía, ya que su marco de actuación estuvo siempre centrado en las costas andaluzas y, muy especialmente, en los trayectos de Sanlúcar de Barrameda a Cádiz y desde estos puertos a las islas Azores y a las islas Canarias. Y porque los navíos, la artillería, la tripulación e incluso su financiación procedían, en todos los casos, de Andalucía.  



Su creación estuvo determinada por la presencia de piratas franceses en las costas de Andalucía, hecho que se repitió sin cesar desde los primeros viajes colombinos. España estaba situada en la confluencia de los dos principales focos de corsarios del momento, la Berbería y Francia; y se convirtió en polo de atracción de los piratas, que centraron sus actuaciones en el triángulo Madeira, Canarias y costa occidental de Andalucía, bien a la espera de los navíos que iban a las Indias o, preferentemente, de los que retornaban a la Península cargados de metal precioso. No debemos olvidar que los corsarios, en estas primeras décadas del siglo XVI, permanecieron por lo general en torno a las costas occidentales andaluzas, decidiéndose a cruzar el océano en muy raras ocasiones.  



Se sufragó desde sus orígenes a través de una institución sobradamente conocida: la avería. Se trataba de un impuesto esporádico o eventual, de antiguos orígenes castellanos, que gravaba con un porcentaje las mercancías que iban o venían de las Indias a los puertos andaluces. Aunque no era nuevo, sí es cierto que había caído en desuso en las últimas décadas del s. XV, reapareciendo de nuevo en 1507 (cobrándose el 2 por ciento del oro que vino de Indias ese año, para sufragar los gastos de mantenimiento de la flotilla que, al mando de Juan de la Cosa, estaba vigilando las costas andaluzas en espera de la flota de las Indias). Los costes de la Armada se repartían entre los mercaders que eran los que habían pedido al Rey la creación de una armada guardacostas. La gran beneficiada de la Armada Guardacostas fue la Corona pues, a la sazón, era la principal interesada en que los navíos del Nuevo Mundo llegasen íntegros a Sevilla. La media del impuesto de la avería era algo mayor al 2 por ciento, aunque la mayoría de los años la imposición se limitó al 1 por 100. El impuesto se adaptaba a las necesidades defensivas de cada momento, de forma que cuando se había financiado el grueso de los gastos el resto del año se continuaba pagando un reducidísimo porcentaje para acabar de cubrir por completo las necesidades de la Armada.  



Las quejas contra el impuesto de la avería fueron constantes: por un lado, los mercaderes intentaban que se tributase tan sólo de aquellas mercancías que viniesen de las Indias, pero, en ningún caso, de las que saliesen de los puertos de Andalucía, propuesta que el Rey rechazó; por otro lado, los grandes señores de Andalucía se oponían a que en su jurisdicción se cobrase la avería. En 1528, el conde de Ayamonte había organizado una armada propia para el cuidado de las costas de su Señorío y que, por este motivo, no quería que en su demarcación territorial se pagase el impuesto de defensa. Carlos V actuó con rapidez y energía ordenando a los responsables de la Armada que no se consintiese tal situación, y que en todos los señoríos, incluido el de Ayamonte, se pagase la avería. El impuesto de la avería se hizo extensivo a todos aquellos mercaderes andaluces que tuviesen relación con el comercio indiano. Muy pocos productos y muy pocas personas quedaron exentos de este gravamen pues lo debían pagar todas las personas “privilegiadas y por privilegiar”, según expresión de la época. Sólo quedaba exento del impuesto el matalotaje de los tripulantes, los caudales de los religiosos, armas o pertrechos y algún artículo de bajo precio y/o primera necesidad. Entre los grupos humanos exentos se encontraban los mercaderes ingleses afincados en Andalucía, ya que sólo comerciaban de Andalucía hacia Inglaterra y no eran objetivo de los corsarios franceses. Igualmente, el oro y las mercancías reales estuvieron sólo sujetas al pago de la avería entre 1521 y 1528. Después de esta fecha la Corona dejó de pagar la imposición pese a las reiteradas protestas de los comerciantes andaluces y de la Isla Española.  



El número de embarcaciones de la Armada Guardacostas varió siempre, la mayoría de las veces estuvo compuesta por 4 navíos, en función de las noticias que circulaban sobre la presencia de corsarios en las costas andaluzas. El principal navío fue la carabela apoyada casi siempre por otros navíos (pataches, carracas, naos, galeones, bergantines). En los años de extremo peligro llegó a haber 12 embarcaciones en la guarda y custodia de las costas andaluzas (6 de la Armada Guardacosta de Andalucía y 6 de la Armada del Reino de Granada).  



Las carabelas solían ir apoyadas por alguna nao que no se diferenciaban de los navíos comerciales más que en su dotación material y humana, pues iban perfectamente artilladas y no portaban más cargamento que soldados y marineros. Solían ser propiedad de particulares, confiscándose las embarcaciones más adecuadas que hubiera en esos momentos en los puertos, eso sí, remunerando a su propietario convenientemente por el tiempo de uso en la Armada.  



En lo referente a las rutas y al marco de actuación de la Armada podemos decir que estuvieron muy bien definidas: en primer lugar, el trayecto Azores-Sanlúcar, acompañando a las naves que venían de regreso del Nuevo Mundo. Lo más frecuente era que los navíos procedentes de las Indias esperasen en estas islas portuguesas la llegada de la Armada Guardacostas para cruzar con suficiente protección la zona más peligrosa de la travesía. En segundo lugar, las costas en torno al cabo de San Vicente y el trayecto de Sanlúcar a Cádiz. Y en tercer y último lugar, la vía Sanlúcar-Canarias, protegiendo a las flotas que partían de Sevilla con destino a Indias.  



Con la vigilancia de estas rutas el Rey se aseguró una defensa relativamente eficaz de las flotas indianas, ahorrándose los gastos que suponían el mantenimiento de una armada permanente que acompañase a los navíos hasta el otro lado del océano.  



Una de las más graves carencias de esta armada guardacostas fue, sin lugar a dudas, la artillería y la munición, según se puso de manifiesto a lo largo de toda su andadura. Esto era debido a dos causas: primero, a que la oferta siempre fue menor a la demanda y, segundo, a que debía ser traída de las ferrerías de Guipúzcoa y Vizcaya, por lo que llegaba a Sevilla en poca cantidad   y a muy elevados precios. Así, por ejemplo, resultaba prácticamente imposible vender en los puertos andaluces un navío si no estaba bien provisto de artillería, porque de no ser así el comprador “no encuentra en toda esta tierra artillería para el navío comprado”. Por otro lado, la artillería de bronce era muchísimo más provechosa para la Armada, sin embargo resultaba inútil pretender conseguir lombardas de este metal cuando ni siquiera era fácil obtenerlas de hierro. Debido a su coste, la tripulación cuidaba con celo tanto la artillería como la jarcia hasta el punto de que, si alguna pieza caía al río Guadalquivir, o incluso en aguas marinas poco profundas, intentaban por todos los medios recuperarla. Conocemos la existencia de auténticos equipos de submarinistas, especializados en recoger la artillería de los fondos de los ríos y de las terrazas marinas poco profundas.  
La solución más frecuente al problema de la artillería fue casi siempre la misma: pedirla a todos los capitanes que tuviesen sus naves en los puertos de Andalucía, bien bajo la promesa de una futura gratificación, o bien pagándoles una cantidad por cada día que se utilizasen. La Corona también solicitaba ayuda de los señores de la alta nobleza para que la prestasen. A la vuelta de la Armada a Sanlúcar o a Cádiz el Rey ponía todo su empeño en devolverla íntegra, con vistas a que los préstamos se sucediesen siempre que fuese necesario. En el caso de haber perdido alguna pieza se indemnizaba al propietario inmediatamente, bien de los fondos de la avería, o, en caso de que no fuera suficiente, de la Real Hacienda.  



Tampoco el salitre, tan necesario para fabricar la pólvora, era todo la abundante que maestres y capitanes hubieran querido, por lo que la Corona se reservó para sí su explotación. De todas formas, eta tanta la demanda desde todos los puntos del Imperio que a veces era la misma flota de las Indias o la Armada Guardacostas la que se encontraba sin posibilidades de abastecimiento. En la primera mitad del s. XVI, el salitre que abastecía las armadas y las flotas procedía de Almería; no obstante, su lejanía hacía que no siempre llegase en las condiciones y en la cantidad requerida. El salitre de Carmona era, en cambio, de mejor calidad pero más escaso, motivo por el cual sólo se extraía de estos yacimientos en caso de extrema perentoriedad.  



Igualmente necesarias y escasas eran las ballestas, los arcabuces y las demás armas utilizadas para pertrechar los buques de guerra, hasta el punto de que, frecuentemente, había que recurrir al alquiler de ellas durante el tiempo que durase la Armada. A la vuelta, se procedía al pago de su alquilar así como al abono completo de aquellas que hubiesen sufrido algún deterioro o hubiesen quedado inservibles.  



Esteban Mira Caballos. Revista de Historia Naval nº 56 .1997