Desde
mediados del siglo XV hasta finales del siglo XVIII, Europa padeció
el horror de la caza de brujas, un rapto de locura colectiva
propiciado por las mentes enfermas de las autoridades eclesiásticas
que dictaban las normas morales de aquella sociedad. Esta persecución
fue muy sangrienta en el norte de Europa y mucho menos en los países
mediterráneos, herederos de la cultura romana, entre ellos España.
El número de víctimas inmoladas en este holocausto quizá superó
las cuatrocientas mil, la mitad de las cuales correspondería a la
eficiente Alemania. Casi todas ellas fueron mujeres, algunas incluso
niñas, y la acusación más común que las llevó a la hoguera fue
que mantenían relaciones sexuales con el diablo.
La
brujería es la pervivencia de una antigua religión ctónica y
matriarcal que se remonta al Neolítico. Formas evolucionadas de esta
religión fueron, en la antigüedad, los ritos mistéricos,
particularmente los dionisíacos. Esta religión cree en la
palingenesia mística, en el renacimiento o reencarnación y en la
capacidad del hombre para influir sobre su propio destino mediante un
ejercicio de autosugestión que pone en juego su propia energía
espiritual. Su expresión ceremonial más común consiste en
polarizar la fuerza mental que emana de toda la comunidad creyente
hasta alcanzar una especie de éxtasis colectivo. De este modo, el
individuo se siente arrebatado, funde su alma con la divinidad y
trasciende sus limitaciones cuando la divinidad absorbe su alma. En
distintos lugares y épocas tal estado de enajenación se ha
conseguido por medio de la oración y el ayuno, o mediante ingestión
de drogas alcaloides. Esta era la verdadera función de los famosos
ungüentos de brujas, muchos de los cuales contenían belladona,
acónito, atropina, beleño o bufotenina (sustancia alucinógena
contenida en la piel del sapo). A esta lista habría que añadir el
cornezuelo de centeno, micelio del hongo Claviceps purpurea cuyos
alcaloides tienen el mismo efecto que las drogas antes citadas.
Todos
producen delirio y sensación de vuelo y algunos, además, placer
sexual.
En
los primeros siglos medievales, la Iglesia toleró en el medio
campesino la precaria existencia de una especie de culto a cierta
nebulosa diosa Diana que en realidad no llegó a tener estatus de
religión. La autoridad eclesiástica no ignoraba la existencia de
brujos, pero los consideraba inofensivos charlatanes que vivían de
engañar los senderos, y no sólo los dejaban en paz, sino que en
ocasiones utilizaban sus servicios. San Isidoro, en el siglo VI,
clasificaba a los brujos en magos, nigromantes, hidromantes,
adivinos, encantadores, ariolos, arúspices, augures, pitones,
astrólogos, genetlíacos, horóscopos, sortilegios y salisatres.
Todavía no los asociaban a lo diabólico ni habían sexuado al
diablo, aunque San Agustín, indagando si los ángeles podrían tener
comercio carnal con mujeres, había llegado a la conclusión de que
poder podían, pero solamente a un ángel caído se le ocurriría
perpetrar acto tan sucio. Ya se iba preparando el terreno para que
otras mentes calenturientas de célibes forzosos descubrieran que mil
legiones de menudos y lujuriosos diablos habían convertido la tierra
en un gigantesco lupanar.
Todavía
en el siglo X, el Canon episcopi despreciaba los vuelos de brujas y
los consideraba embustera ilusión de espíritus simples.
Mientras
tanto, la diosa Diana había ido cediendo su puesto al diablo. Santo
Tomás, la gran autoridad de la Iglesia, admitió la existencia del
diablo y comenzó a cavilar sobre sus trapacerías.
Se
divulgó que los demonios pueden cohabitar con mujeres dormidas y
tienen la facultad de adoptar, a voluntad, ajenas apariencias (por
ejemplo, una monja declaró que un íncubo que tuvo trato carnal con
ella se le había presentado encarnado en obispo Sylvanus. La
comunidad aceptó la explicación, qué remedio). Copiamos ahora del
tratado muy sutil y bien fundado de fray Martín de Castañega, siglo
XVIII:
Estos
diablos se llaman íncubos cuando tomando cuerpo y oficio de
varónparticipan con las mujeres, y súcubos se dice cuando por el
contrario, tomandocuerpo y oficio de mujer, participan con los
hombres. En los cuales actos ningúndeleite recibe el demonio.
Ahora
bien, si son criaturas de aire, ¿cómo es que ocasionan preñeces?
Es que los íncubos se hacen potentes con acopio del semen de los
mortales.
La
jerarquía eclesiástica comenzó a inquietarse por el sesgo que
tomaban los acontecimientos: la brujería estaba aglutinando a una
serie de colectivos oprimidos, los siervos y las mujeres. No
olvidemos que las mujeres son «el instrumento más eficaz que el
demonio ha tenido y tiene para engañar a los hombres», advertía el
padre F. Gerónimo Planes en 1634.
Entonces,
los poderes fácticos, Iglesia y Estado se combinaron para perseguir
la brujería considerándola lo que no había sido nunca: un culto al
diablo. El primer paso lo había dado el papa Juan XXII en 1326.
Medio siglo después, el inquisidor aragonés Nicolau Eymeric acusaba
a las brujas de herejía, pues rendían culto de latría o dulía al
diablo. Celosos teólogos escudriñaron la Biblia en busca de las
raíces malvadas de la brujería. Como no las hallaron, no tuvieron
inconveniente en traducir por «bruja» la palabra kaskagh, de Exodo
XXII,18, cuyo verdadero significado es «envenenadora». Redactaron
también la ficha policial del diablo, una fabulación de origen
persa, especie de divinidad paralela, que en la Biblia es un dios, un
emperador o un príncipe, siempre una entidad angélica y bella, y lo
pusieron de cabrón aprovechando que el macho cabrío, debido a su
desorbitada actividad sexual, simbolizaba la lujuria (véase
Levítico, 16, 20-22). Así, inventaron una imagen panfletaria del
diablo y lo retrataron triste, iracundo, negro, feo, «de cabeza
ceñida por una corona de cuernecillos más dos grandes como de
cabrón en el colodrillo, otro grande en medio de la frente, con el
cual iluminaba el prado más que la luna pero menos que el sol».
Jovencitas
histéricas y monjas reprimidas daban en llamar la atención con
fantasías de que el diablo visitaba sus cálidos lechos insomnes,
cuando el perfume del azahar invade la noche y pone inéditos
hervores en la sangre. Además, ¿qué mejor excusa para un embarazo
culpable?
Sólo
así se explica que los casos de posesión diabólica se redujeran
drásticamente en cuanto el papa Inocencio VIII, autor de la
encíclica Summa desiderantes, declaró en 1484 que «muchas personas
se entregan a demonios súcubos e íncubos» y que tal copulación
constituía delito de herejía.
Pero
ya la terrible maquinaria estaba en marcha y su inercia la impulsaba.
Retorcidas mentes de clérigos sexualmente frustrados y quizá
celosos de sus feligreses comenzaron a lucubrar sobre la lujuria del
diablo y le inventaron una historia sexual. La bruja poseída por el
diablo podía ser reo de hoguera: había que detectar la mala hierba
allá donde estuviera y arrojarla al fuego purificador para que no
inficionara al pueblo de Dios. El catecismo de los perseguidores de
brujas sería —como ya hemos comentado— el célebre tratado
Malleus maleftcarum, obra de Sprenger y Kramer, dos sádicos
dominicos alemanes que sin duda hubieran hecho una brillante carrera
a las órdenes de Hitler de haber nacido unos siglos después. En
este libro se describen treinta y cinco formas distintas de torturar
a una bruja.
Tanto esta entrada como la anterior están tomadas de Historia secreta del sexo en España de J. Eslava Galán
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