miércoles, 18 de julio de 2012

El rescate de las Malvinas


La Paz de París puso fin a la guerra de los Siete Años en 1763, en virtud de ella los británicos obtuvieron el Canadá –a costa de Francia- y la Florida –a costa de España-. Para vencer la resistencia de Carlos III a entregar la Florida, en compensación Francia tuvo que ceder a España la Luisiana, de menor valor estratégico que la península arrebatada, pero susceptible de oponer un frente al avance inglés hacia el virreinato mexicano. La Paz de París proclamó la victoria militar británica, pero pocos años después se presentaría a Francia y, en menor medida, a España una ocasión de revancha con motivo de la Revolución americana de las Trece colonias. 
Pero antes de esto se daría la vuelta al mundo que dio el navegante francés Bougainville (diciembre de 1766-marzo de 1769) costeada con dinero español. ¿Por qué pagamos a los franceses?. 


El coronel Bougainville volvió de la colonia francesa del Canadá con sus profundos sentimientos patrióticos intactos; quería compensar a su país de las pérdidas sufridas. La expansión colonial francesa ya no era viable en el continente americano, en el que sólo se le otorgaba el derecho de pesca del bacalao en las costas de Terranova, con base en la isla de San Pedro y Miquelón. Amén de unas pocas islas en las Antillas. Por lo que, para una expansión ultramarina de nuevo cuño, Bougainville pensó en las islas que comúnmente se llamaban Malouines, inspirado por el hecho de la incursiones pesqueras de los balleneros del puerto de Saint-Maló, con cuyo gentilicio secularizado las habían bautizado. 
Estas islas habían sido descubiertas en 1520 por una nave española, y por su estratégica situación, desde la que se domina el estrecho de Magallanes, fueron visitadas más de una vez por marinos españoles; de hecho, España las consideraba tradicionalmente incluidas dentro de sus dominios de América, aunque faltase un registro con un nombre propio. 
Desde fines del s. XVI, las Malvinas comenzaron a ser visitadas por los navegantes ingleses y holandeses, e incluso belgas, que hacían la ruta de las Molucas, los cuales les dieron diversos nombres efímeros. En 1690 el capitán John Strong exploró minuciosamente el archipiélago y se cercioró de que las dos islas principales estaban separadas por un estrecho, al que llamó de Falkland en honor de su protector, lord Falkland, cuyo nombre se extendió luego a todo el grupo en la cartografía inglesa. 
En 1764, Bougainville organizó a sus expensas y con ayuda de los armadores de Saint-Maló la expedición francesa de conquista de las Malvinas, al este de las cuales dejó fundada una colonia. El gobierno español, en ejercicio de sus derechos, protestó contra esta ocupación y obtuvo de Luis XV (1 de abril de 1767) la orden de devolución, pero recibiendo de la corona española una indemnización de 603.000 libras que se destinaron a organizar el viaje francés de circunnavegación en busca de nuevas tierras de expansión. El mismo fundador francés de la colonia fue “invitado” a organizar la devolución tras su conquista, se concertó un encuentro en el Río de la Plata con el capitán de fragata Felipe Ruiz Puente. 
Mientras tanto, el comodoro inglés Byron había establecido en la isla occidental de Port Egmont, con la intención de lograr el dominio de todo el archipiélago. Así lo comunicaron al destacamento español al que Bougainville había hecho recientemente entrega de la plaza, y lo intimaron a abandonarla.
Al saberse esto en Madrid, se dieron instrucciones al capitán general de Buenos Aires, don Francisco de Bucareli, para que mandara un contingente de tropas que desalojase a los invasores. La orden fue ejecutada por una expedición naval mandada por Madariaga el 10 de junio de 1770. La acción española provocó una fuerte tensión entre las Cortes de Madrid y Londres que puso  a ambas naciones al borde de la guerra. España comprobó que, en caso de guerra, no contaría con la colaboración francesa. España tuvo que aceptar en 1771 la presencia inglesa por la fuerza de los hechos, pero sin renunciar al derecho que le asistía sobre ellas. A los tres años de esta ocupación, los ingleses se desentendieron de aquella poco rentable colonia. 
Desde entonces y hasta 1811, España mantuvo un contingente en la isla oriental, a la que llamó isla de la Soledad, un bello nombre que podría restaurar Argentina al recuperarlas como heredera de los derechos de España. Desde 1820 las islas pasaron a la nueva república de Argentina; estuvieron bajo su control hasta 1833, en que el gobierno inglés se apoderó de nuevo de ellas para, en 1851, establecer la actual colonia.

miércoles, 11 de julio de 2012

La brujería en la Edad Media


Desde mediados del siglo XV hasta finales del siglo XVIII, Europa padeció el horror de la caza de brujas, un rapto de locura colectiva propiciado por las mentes enfermas de las autoridades eclesiásticas que dictaban las normas morales de aquella sociedad. Esta persecución fue muy sangrienta en el norte de Europa y mucho menos en los países mediterráneos, herederos de la cultura romana, entre ellos España. El número de víctimas inmoladas en este holocausto quizá superó las cuatrocientas mil, la mitad de las cuales correspondería a la eficiente Alemania. Casi todas ellas fueron mujeres, algunas incluso niñas, y la acusación más común que las llevó a la hoguera fue que mantenían relaciones sexuales con el diablo.
La brujería es la pervivencia de una antigua religión ctónica y matriarcal que se remonta al Neolítico. Formas evolucionadas de esta religión fueron, en la antigüedad, los ritos mistéricos, particularmente los dionisíacos. Esta religión cree en la palingenesia mística, en el renacimiento o reencarnación y en la capacidad del hombre para influir sobre su propio destino mediante un ejercicio de autosugestión que pone en juego su propia energía espiritual. Su expresión ceremonial más común consiste en polarizar la fuerza mental que emana de toda la comunidad creyente hasta alcanzar una especie de éxtasis colectivo. De este modo, el individuo se siente arrebatado, funde su alma con la divinidad y trasciende sus limitaciones cuando la divinidad absorbe su alma. En distintos lugares y épocas tal estado de enajenación se ha conseguido por medio de la oración y el ayuno, o mediante ingestión de drogas alcaloides. Esta era la verdadera función de los famosos ungüentos de brujas, muchos de los cuales contenían belladona, acónito, atropina, beleño o bufotenina (sustancia alucinógena contenida en la piel del sapo). A esta lista habría que añadir el cornezuelo de centeno, micelio del hongo Claviceps purpurea cuyos alcaloides tienen el mismo efecto que las drogas antes citadas.
Todos producen delirio y sensación de vuelo y algunos, además, placer sexual.
En los primeros siglos medievales, la Iglesia toleró en el medio campesino la precaria existencia de una especie de culto a cierta nebulosa diosa Diana que en realidad no llegó a tener estatus de religión. La autoridad eclesiástica no ignoraba la existencia de brujos, pero los consideraba inofensivos charlatanes que vivían de engañar los senderos, y no sólo los dejaban en paz, sino que en ocasiones utilizaban sus servicios. San Isidoro, en el siglo VI, clasificaba a los brujos en magos, nigromantes, hidromantes, adivinos, encantadores, ariolos, arúspices, augures, pitones, astrólogos, genetlíacos, horóscopos, sortilegios y salisatres. Todavía no los asociaban a lo diabólico ni habían sexuado al diablo, aunque San Agustín, indagando si los ángeles podrían tener comercio carnal con mujeres, había llegado a la conclusión de que poder podían, pero solamente a un ángel caído se le ocurriría perpetrar acto tan sucio. Ya se iba preparando el terreno para que otras mentes calenturientas de célibes forzosos descubrieran que mil legiones de menudos y lujuriosos diablos habían convertido la tierra en un gigantesco lupanar.
Todavía en el siglo X, el Canon episcopi despreciaba los vuelos de brujas y los consideraba embustera ilusión de espíritus simples.
Mientras tanto, la diosa Diana había ido cediendo su puesto al diablo. Santo Tomás, la gran autoridad de la Iglesia, admitió la existencia del diablo y comenzó a cavilar sobre sus trapacerías.
Se divulgó que los demonios pueden cohabitar con mujeres dormidas y tienen la facultad de adoptar, a voluntad, ajenas apariencias (por ejemplo, una monja declaró que un íncubo que tuvo trato carnal con ella se le había presentado encarnado en obispo Sylvanus. La comunidad aceptó la explicación, qué remedio). Copiamos ahora del tratado muy sutil y bien fundado de fray Martín de Castañega, siglo XVIII:
Estos diablos se llaman íncubos cuando tomando cuerpo y oficio de varónparticipan con las mujeres, y súcubos se dice cuando por el contrario, tomandocuerpo y oficio de mujer, participan con los hombres. En los cuales actos ningúndeleite recibe el demonio.
Ahora bien, si son criaturas de aire, ¿cómo es que ocasionan preñeces? Es que los íncubos se hacen potentes con acopio del semen de los mortales.
La jerarquía eclesiástica comenzó a inquietarse por el sesgo que tomaban los acontecimientos: la brujería estaba aglutinando a una serie de colectivos oprimidos, los siervos y las mujeres. No olvidemos que las mujeres son «el instrumento más eficaz que el demonio ha tenido y tiene para engañar a los hombres», advertía el padre F. Gerónimo Planes en 1634.
Entonces, los poderes fácticos, Iglesia y Estado se combinaron para perseguir la brujería considerándola lo que no había sido nunca: un culto al diablo. El primer paso lo había dado el papa Juan XXII en 1326. Medio siglo después, el inquisidor aragonés Nicolau Eymeric acusaba a las brujas de herejía, pues rendían culto de latría o dulía al diablo. Celosos teólogos escudriñaron la Biblia en busca de las raíces malvadas de la brujería. Como no las hallaron, no tuvieron inconveniente en traducir por «bruja» la palabra kaskagh, de Exodo XXII,18, cuyo verdadero significado es «envenenadora». Redactaron también la ficha policial del diablo, una fabulación de origen persa, especie de divinidad paralela, que en la Biblia es un dios, un emperador o un príncipe, siempre una entidad angélica y bella, y lo pusieron de cabrón aprovechando que el macho cabrío, debido a su desorbitada actividad sexual, simbolizaba la lujuria (véase Levítico, 16, 20-22). Así, inventaron una imagen panfletaria del diablo y lo retrataron triste, iracundo, negro, feo, «de cabeza ceñida por una corona de cuernecillos más dos grandes como de cabrón en el colodrillo, otro grande en medio de la frente, con el cual iluminaba el prado más que la luna pero menos que el sol».
Jovencitas histéricas y monjas reprimidas daban en llamar la atención con fantasías de que el diablo visitaba sus cálidos lechos insomnes, cuando el perfume del azahar invade la noche y pone inéditos hervores en la sangre. Además, ¿qué mejor excusa para un embarazo culpable?
Sólo así se explica que los casos de posesión diabólica se redujeran drásticamente en cuanto el papa Inocencio VIII, autor de la encíclica Summa desiderantes, declaró en 1484 que «muchas personas se entregan a demonios súcubos e íncubos» y que tal copulación constituía delito de herejía.
Pero ya la terrible maquinaria estaba en marcha y su inercia la impulsaba. Retorcidas mentes de clérigos sexualmente frustrados y quizá celosos de sus feligreses comenzaron a lucubrar sobre la lujuria del diablo y le inventaron una historia sexual. La bruja poseída por el diablo podía ser reo de hoguera: había que detectar la mala hierba allá donde estuviera y arrojarla al fuego purificador para que no inficionara al pueblo de Dios. El catecismo de los perseguidores de brujas sería —como ya hemos comentado— el célebre tratado Malleus maleftcarum, obra de Sprenger y Kramer, dos sádicos dominicos alemanes que sin duda hubieran hecho una brillante carrera a las órdenes de Hitler de haber nacido unos siglos después. En este libro se describen treinta y cinco formas distintas de torturar a una bruja.

Tanto esta entrada como la anterior están tomadas de Historia secreta del sexo en España de J. Eslava Galán

lunes, 9 de julio de 2012

El matrimonio en la Edad Media

En un principio el matrimonio no constituyó sacramento. Era una institución civil, un contrato privado entre los contrayentes que tenía por objeto la perpetuación del linaje, si se trataba de nobles, o la simple mutua ayuda. La esposa era una propiedad del marido. Consecuentemente, si otro hombre accedía a ella, fuera por violación, fuera por adulterio, el delito perpetrado era, además, enajenación indebida. 
La Iglesia no intervino en el contrato matrimonial hasta muy avanzado el siglo XII. Incluso en ciertos casos, el matrimonio continuó siendo un acto exclusivamente civil hasta el final de la Edad Media. Solamente a partir del concilio de Trento se impuso la obligación de que fuese público, ante sacerdote, y de que quedase registrado en la parroquia. Iglesia y Estado se aliaron para imponer tal mudanza. De este modo controlaban mejor a sus feligreses y súbditos.
El concubinato estaba estrechamente relacionado con el matrimonio. También podía acordarse mediante contrato legal, como el que suscribieron en 1238 Jaime I de Aragón y la condesa Aurembiaiz de Urgel, sobre los hijos que pudieran tener sin estar casados. 
El Título XIV, ley III de las Partidas, admite que "las personas ilustres pueden tener barragana, pero siempe que ésta no sea sierva ni tenga oficio vil". La concubina gozaba de un estatuto judicial y social como esposa de segunda categoría. La Iglesia toleraba estas situaciones y hacía la vista gorda, aunque a veces, cuando eran demasiado notorias, intentaba corregirlas. 
En la IV Partida se regula el matrimonio: la mujer puede casarse a los doce años, el hombre a los catorce. No obstante, el comprensivo legislador admitía que también pueden unirse antes de esa edad "si fuessen ya guisados para poderse ayuntar carnalmente. Ca la sabiduria, o el poder, que han para esto fazer, cumple la mengua de la hedad". 
La potencia del marido y la virginidad de la esposa se demostraban exhibiendo ante testigos la "sábana pregonera" manchada de sangre tras la noche de bodas. A falta de este requisito se suponía que el matrimonio no era válido por defecto de alguna de las partes. 
Solamente la muerte disolvía el vínculo matrimonial. El divorcio, admitido por el Fuero Juzgo de los godos, estaba prohibido en las Partidas. No obstante, en ciertos casos, el matrimonio podía ser anulado. Por ejemplo, si se demostraba la impotencia del marido, o cuando la mujer era tan cerrada que no había manera de consumar el acto carnal. También era motivo de anulación que el desproporcionado tamaño del pene del marido pusiera en peligro la vida de la esposa. Delicado extremo que habían de decidir los jueces tasando y midiendo los respectivos miembros. 
El moralista Pedro de Cuéllar (1325) incluye a la violación entre los delitos contra la propiedad y razona que, aunque en caso de extrema necesidad uno puede usar los bienes ajenos, no es moralmente lícito usar de la mujer de otro, por muy necesitado de desahogo que se encuentre uno, ya que "quanto al negocio carnal no es cosa común, que la mujer debe ser una de uno" 
El Fuero Real concedía al marido burlado la facultad de perdonar a los culpables o de ejecutarlos, pero no podía castigar a uno de ellos y perdonar al otro. Eso tan español de todos moros o todos cristianos. En este caso particular somos mejores que los talibán. 
En los Fueros de Castilla se recoge el caso de una caballero de Ciudad Rodrigo que sorprendió a su mujer en flagrante delito de adulterio y echando mano de su rival "castrole de pixa et de coiones". Este marido fue condenado a muerte no por desgraciar al burlador, sino por perdonar a la mujer. El Fuero no nos cuenta que pasó con la mujer. Hasta tal nivel de indiferencia llegaba el interés por las mujeres, legalmente hablando claro. 
La homosexualidad femenina se toleró en la Edad Media por razones doctrinales, puesto que su práctica no entrañaba derramamiento de semen. La masculina, en cambio, fue severamente reprimida. 
"Si dos omes yacen en pecado sodomítico debem morir los dos, el que lo face y el que lo consiente. Esa misma pena debe auer todo ome o muger que yace con bestia, pero ademas deben matar al animal para borrar el recuerdo del fecho" Titulo XXI, ley II. 
El otro gran delito de índole sexual era el aborto que, junto con el infanticidio, estuvo muy divulgado como medio de controlar el crecimiento de la familia. El Fuero Juzgo condenaba a muerte tanto al que preparaba hierbas abortivas como al que incitaba a usarlas. La mujer que abortaba era esclavizada o recibía doscientos azotes si ya se trataba de una sierva; el infanticidio se castigaba con la muerte y otras veces con la ceguera.