Los años de la autarquía
La influencia de la Iglesia Católica en cuestiones de moralidad fue preponderante, sólo la Iglesia poseía una ética social y sexual definida y elaborada. El nuevo régimen nacido del 18 de julio no sólo adoptó la moral católica, sino que dejó a la responsabilidad de las autoridades eclesiásticas la defensa del dogma, la supervisión de la enseñanza y el control de la moralidad pública y privada en todos los ámbitos. Esta omnipresencia del clero en los organismos y actividades del Estado fue lo que se llamó “nacional-catolicismo”.
La doctrina moral de la Iglesia Católica siempre ha tenido dificultades para conciliar sexualidad y cristianismo. La carne está viciada de raíz y su fruto, el amor sexual, es el origen de casi todos los pecados. En los primeros años de nuestra posguerra las pastorales de los obispos y los catecismos estaban llenos de estadísticas que recogían que “por culpa del sexo están en el infierno el noventa y nueve por ciento de los condenados”
Pero, ¡oh, asombro!, hasta para la Iglesia resultaba evidente que la especie humana necesita el sexo para reproducirse. Se toleró la unión sexual con vistas a la procreación, pero como un mal menor y con ciertas condiciones.
Primero y principal, la pareja debe contraer matrimonio monógamo e indisoluble. En segundo lugar, se autoriza el acto conyugal sólo con el fin de procrear hijos, ya dijo San Agustín “el uso del matrimonio sólo por placer comporta por lo menos pecado venial”. En el matrimonio cristiano no debe haber sitio para la concupiscencia. Se recomendaba no comulgar e incluso entrar en la iglesia si los esposos habían tenido relaciones. También se recomendaba no mantener contacto sexual en las fiestas religiosas y durante toda la Cuaresma. Se recomendaba a novios y esposos que se separaran en los actos de tipo religioso.
Reflejo de esta actitud ante el sexo es la costumbre de los esposos de hacer el amor a oscuras y con el pijama puesto, y rezando previamente para dejar bien claro que realizan el acto con fines procreadores. Según Amando de Miguel no toda la culpa era de la Iglesia, la clase médica oficial ha respaldado con afirmaciones de grueso calibre que el erotismo era la causa de todos nuestros males y que su represión nunca produce neurosis.
La familia se convirtió en la columna vertebral del sistema. “De un soltero puede temerse todo. De un hombre casado se sabe que será responsable, cumplidor, abnegado, que vivirá fiel a la empresa que le sustenta y sustenta a sus hijos”
La doble moralidad
Ante el peligro de que el nexo conyugal saltar por ambos extremos si la presión se repartía por igual entre los cónyuges, la moral tradicional ha cargado todo el peso de sus exigencias sobre el miembro más débil de la pareja, la mujer, para salvar de esta manera la institución familiar.
Esta represión selectiva, dirigida contra la mujer, cuya castidad es de más fácil verificación, viene desde la costilla de Adán, se la obligó a aceptar el supremo derecho del varón. Al esposo se le tolera que ponga los cuernos a su mujer cuantas veces lo desee, mientras no tenga manceba notoria. La mujer, en cambio, comete adulterio simplemente por yacer una vez con varón que no sea su marido.
En un texto escolar de 1959, se leía: “Mentir es una cobardía. Por eso las mujeres, seres débiles, mienten más que los hombres” (Lecturas Educativas, Herrero Antolín, Madrid 1959). Se procuraba apartarla de los intereses masculinos y alejarla del trabajo fuera de casa. La ley de ayuda familiar (los puntos) de marzo de 1946 castigaba el trabajo de la mujer casada con la pérdida del plus familiar.
La represión se encaminó, en la intimidad conyugal, a fomentar la pasividad sexual de la mujer. De soltera debe cuidar de su virginidad; su sensibilidad queda arrollada por el peso de una formación moral que le inculca que el sexo es algo sucio y despreciable. Su función como mujer en el matrimonio es la de servir de apaciguamiento de la concupiscencia varonil, pero sin la menor complacencia, con fría resignación. Se contrapone una mujer pasiva y frígida, o por lo menos fría y adusta en su comportamiento sexual a un hombre machista y virilizado, que tiene que buscar el placer fuera de casa. La frigidez se transmite de madre a hija por rigurosas presiones sociales y educativas.
Durante la guerra se comenzó a reducir y eliminar toda la mala influencia introducida por la II República, desde el mismo 1 8 de julio se condenó a la inmoralidad al ostracismo. Según evolucionó la guerra las distintas zonas nacionales fueron aplicando los diversos decretos de la Junta de Defensa Nacional. Por ejemplo, en Navarra, la zona más intransigente de España, se prohibieron los café-concierto, los cafés de camareras y los cabaret, todos los lugares de diversión nocturna. En cambio, en la zona Sur controlada por el liberal Queipo de Llano se hizo la vista gorda. En Asturias se llegó a publicar “Queremos un Oviedo con menos prostíbulos y más amor a Dios y a la Patria”.
Pasada la época de la guerra, obispos, gobernadores, párrocos, alcaldes y asociaciones de Acción Católica empezaron a tomarse mucho más en serio el tema de la moralidad pública. Se promulgaron las Normas de Decencia Cristiana: hubo que abandonar la falda corta que las muchachas de Auxilio Social vistieron durante la Guerra; las chicas de Coros y Danzas tuvieron que ponerse pantaloncitos bajo las faldas para bailar; breves escotes; medias incluso en verano; mangas hasta el puño y vestidos amplios. Una muchacha que llevara la ropa algo ceñida, provocaba la exclamación de rigor: “¡Va peor que desnuda!”.
Los obispos y prelados tomaron como cuestión capital la misión de marcar el largo de las faldas y mangas en sus diócesis respectivas. El cardenal Pla y Daniel mostró una vez su desagrado porque los pantalones cortos de los Flechas y Cadetes en una demostración del Frente de Juventudes, “podía excitar las pasiones de las muchachas espectadoras”. A las mujeres se les prohibía entrar en las iglesias sin medias y con los brazos al aire, además del preceptivo velo. La picaresca hizo que en verano las muchachas vistiesen con manga corta llevando en el bolso unos manguitos en el bolso hasta que llegaban a la puerta de la iglesia. A veces, a la hora de comulgar, algunas muchachas eran rechazadas por el cura al llevar demasiado escote, o carmín en los labios o mangas cortas. Las muchachas criadas en régimen de internado en colegios de religiosas se les recomendaba que no comulgaran cuando tenían la regla. Y siempre se acostaban con la luz apagada; en algunos se las obligaba a bañarse con el camisón puesto.
“Los bailes agarrados son un serio peligro para la moral cristiana”, aseguraba una de las Normas de Decencia Cristiana en los años 50. El cardenal Segura, arzobispo de Sevilla prohibió el culto en los pueblos y ciudades en que se bailaba “agarrao”. Incluso amenazó a sus sacerdotes con la suspensión de sus funciones sagradas si se atrevían a absolver a los que bailaban agarrados. La burguesía y la aristocracia sevillana se tenían que ir de la diócesis cuando tenían ganas de bailar.
El verano
Cuando se aproximaba la estación estival, un bando de los Gobernadores Civiles precisaba: “Se prohíbe la permanencia en las playas y piscinas sin el albornoz puesto”. El traje de baño tenía que ser “completo” para ambos sexos. Los hombres llevaban tirantes, con la espalda y el pecho cubiertos (sólo en los años 50 empezó a tolerarse el bañador simple, el famoso Meyba). Las mujeres habían de usar, además, la faldilla que cubría una parte del muslo. Por supuesto, era obligatoria la separación de sexos, las piscinas tenían un horario para hombres y otro para mujeres; en las playas había que acotar una “zona reservada para las señoras”. Un guardia uniformado de azul y con zapatillas blancas, vigilaba las posibles infracciones. F. Vizcaíno Casas recuerda en La España de la posguerra (1939-1953) que sus compañeros jugaban al fútbol en la playa haciendo con los albornoces los palos de las porterías, uno de ellos se quedaba vigilando y cuando veía al vigilante acercarse gritaba: “¡Que viene la moral!”, y todos corrían a ponerse su albornoz.
Por supuesto, la aplicación de estas normas variaban de una zona de playa a otra según la geografía nacional, corría una broma sobre Navarra: al no tener litoral se rumoreó que Fuenterrabía en Guipúzcoa se convertiría en el puerto de Pamplona. Alguien comentó que “ni las mentes más calenturientas serían capaces de imaginar la forma de los trajes de baño en una playa navarra”.
Al borde del abismo
El noviazgo, en cuanto preparación al matrimonio, es un mal necesario, se insistía. Un juego peligroso en torno al abismo de la lujuria. En modo alguno debía convertirse en un evacuatorio de descargas sexuales prematuras. Los novios tenían que conocerse, claro está. Pero, conocer, ¿qué?. Pues su manera de pensar, de juzgar a los demás y, sobre todo, de controlar los propios impulsos y pasiones.
¿Cómo se podría manifestar su mutuo cariño?. La respuesta la debía dar el miembro más receptivo de la pareja, la buena novia española: “exige un respeto absoluto a tu cuerpo...es sagrado....no se puede tocar” (La muchacha en el noviazgo, E. Enciso Viana, 1967). A mediados de los años 40, la Dirección General de Seguridad dictó severas órdenes a los agentes para reprimir las actitudes indecorosas. El resultado fue que los guardias ponían un celo especial en vigilar a las parejas que se adentraban en parques y descampados. A la menor efusión amorosa, multa al canto. En las ciudades de provincias los periódicos locales solían publicar la lista de las parejas que habían sido multadas “por atentar a la moral con actos obscenos en plena vía pública”.
Se recomendaba a las novias que actuaran no como amigas o compañeras sino como reinas. Este amor devoto, idolátrico pero distante imponía un desentendimiento erótico. El noviazgo se convertía en el más eficaz y sofisticado sistema de represión sexual de los jóvenes. El peso de “controlar” a los jóvenes recaía sobre las novias, la sociedad esperaba de ellas que actuaran como buenas y cristianas españolas: “el hombre sólo piensa en “eso”...En cuanto lo consiguen se olvidan de tí...Tú no tienes nada que ganar y todo que perder”. Estas expresiones y otras de mismo cariz han conformado la mentalidad puritana y el retraimiento erótico de la novia española tradicional.
En el campo contrario el hombre tenía diversas posibilidades. El más ingenuo o paciente emprendía la ímproba tarea de convencer a su pareja de la legitimidad de las modestas gratificaciones que él reclamaba. Le dedicaban tardes enteras e interminables discursos. Perdían el tiempo, si alguna chica consentía era para atrapar marido. Cuando existía el peligro de la ruptura por desaliento del novio, se le toleraban a la chica algunas concesiones, que no pasaban de la caricia y el beso; pero con algunas restricciones mentales: “Cuando beses a un chico piensa en tu última comunión y en la santa hostia que se posó en tus labios”. Antes de esto, la chica debía de asegurarse de que su pareja ofrecía garantías de amor estable y duradero.
En los duros años de la posguerra, el novio celtibérico, machote y lanzado, advertía que en su “santa” novia y futura “santa” esposa no encontraría jamás el desahogo sexual que necesitaba urgentemente, así que recurría a otra aliviadoras – la prostitución, alguna amiga de clase humilde, la criada (tradicional iniciadora sexual de los delfines de la burguesía) o simplemente, la masturbación. También inmorales y condenados, pero que en la práctica gozaban de mayor tolerancia. Los jóvenes salían con sus novias mansos, relajados y pacientes, habiendo descargado clandestinamente sus tensiones eróticas. Una vez más, la doble moralidad. Contra la masturbación, “el vicio solitario”, se acumularon las maldiciones y advertencias. Debilitaba el cerebro, consumía la médula de los huesos y podía conducir a la tuberculosis y a la locura(en la época del hambre eran palabras mayores)
Si es que con Franco vivíamos mejor. Digo los curas que tenían sobrinas que le cuidaban la casa, claro
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