Peligrosa para los hombres por cuanto puede ajar su hermosura, la mujer es aún más dañina para los clérigos y nuestro obispo, Pedro de Cuéllar, no se cansará de llamarles la atención sobre los riesgos que comporta la familiaridad con mujeres: el confesor tendrá a sus pies al penitente, y si éste es mujer le ordenará “que non tenga la cara a él, que dize Abacuc que la faz de la muger es viento quemador”; también se le ordena al sacerdote que en ningún caso “visite mucho las mugeres nin fable con ellas en suspechosos lugares”
En las casas de los clérigos no debe vivir mujer que no sea madre, hermana, tía o sobrina, e incluso en estos casos debe irse con cuidado,pues las mujeres quieren tener criada; si esto es válido para el clérigo mucho más lo será para el obispo en cuya casa no se permite vivir a ninguna mujer “siquier vieja, siquier manceba, siquier parienta, siquier otra”. Si el clérigo tiene amiga, ésta será excomulgada y si viviera públicamente con el clérigo como si fuera su mujer, entonces ella y sus hijos serían reducidos a servidumbre; el clérigo en cambio sale mejor parado: se le amonesta por treces veces y sólo cunado hace caso omiso pierde una parte de sus beneficios (la sanción es mayor si la mujer es judía o musulmana) y el cargo, pero el obispo puede reducir la pena, ya “que este viçio es muy comunal e de liquero caen en él los ommes”; al clérigo que, amonestado por su obispo, fuere hallado en lugar sospechoso hablando con una casada puede darle muerte el marido “muy bien e sin pena ninguna”.
La fascinación por el sexo es constante en la obra de Pedro de Cuéllar, a veces sin razón aparente, acudiendo a él cada vez que tiene que poner un ejemplo para cualquier otro tema.
Bajo el mandamiento de “non serás mecho” se prohíben la masturbación, el adulterio, el incesto, la fornicación contra natura y la fornicación simple, excepto cuando ésta tiene lugar dentro del matrimonio, sacramento que fue instituido para canalizar el instinto de procreación y refrenar la maldad de los hombres, que “se yban al coyto de las mugeres así commo otras animallas”. El fin último del matrimonio sería la glorificación divina a través de los hijos, que estarían llamados a sustituir al lado de Dios a los ángeles expulsados del paraíso.
EL matrimonio justifica y legitima el acto sexual, pero sólo cuando tiene como objetivo la procreación; si se realiza porque el hombre no puede contenerse o simplemente “por dar el debdo a su muger” es pecado venial, y si es “por aver farta luxuria” es pecado mortal. También es pecado la copulación realizada en Cuaresma y no digamos si tiene lugar “en viernes de indulgencias o en otros días sanctos” pero sólo peca quién lo pide ya que, en virtud del matrimonio, el cónyuge está obligado a acceder no sin antes intentar disuadir a su pareja.
Puesto que los hijos son la razón de ser del matrimonio éste sólo es posible entre personas capaces de procrear, es decir, entre un hombre y una mujer de edad suficiente y no incapacitados para la procreación.
Los ministros del sacramento del matrimonio son los propios contrayentes, y de hecho basta el consentimiento mutuo para que se realice el matrimonio, pero la Iglesia obliga a que la aceptación de una persona por otra sea pública, a que se pruebe en presente del representante de la Iglesia, el sacerdote. Una vez consumado, el matrimonio es indisoluble aún cuando los cónyuges no vivan juntos: mientras vivan ambos, ninguno puede casarse de nuevo ni tampoco prometer continencia sin acuerdo del otro.
En nuestra literatura tenemos un claro ejemplo de esta vida nada ejemplarizante en la obra del Arcipreste de Hita, el Libro del Buen Amor.
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