En 1325 para conocimiento de los clérigos segovianos que ignoraban el latín, el obispo Pedro escribía en romance un amplio catecismo que finaliza con la relación de los pecados más corrientes entre los obispos, abades, miembros de los cabildos catedralicios, monjes sacerdotes, reyes, caballeros, mercaderes y campesinos. Su conocimiento es básico para entender la sociedad de la época.
Según se prueba por el décimo mandamiento la mujer es considerada un objeto, un bien mueble, susceptible de tener un dueño; “non desearás la muger de tu prójimo, non el siervo, non la sirvienta, non el buey, non el asno, nin otras cosas suyas.” Este mandamiento se entiende tan solamente de las cosas muebles, ya que los bienes raices están protegidos por el noveno mandamiento.
La mujer es inferior al hombre y, con frecuencia, un peligro, especialmente cuando el hombre pertenece al mundo clerical y ha recibido las órdenes sagradas. La inferioridad de la mujer no deja de presentar algunas ventajas como la menor gravedad de un pecado si es cometido por una mujer que si el pecador es un hombre; pero tiene inconvenientes considerables: la mujer no puede recibir las órdenes porque “...non debe servir al altar”. La condescendencia hacia el ser inferior que es la mujer llega hasta a reconocer la validez del bautismo administrado por un lego, aunque sea hereje o pagano, e incluso por la madre, en caso de peligro de muerte, pues del mismo modo “que el sol passa por muchos logares suzios” sin perder su brillo, el bautismo mantiene sus efectos aunque lo administre una mujer.
Los pecados de la mujer sí se resienten de su condición femenina: el coito entre casado y “suelta” es una simple fornicación, mientras que si un hombre, sea casado o no, yace “con muger de otro” se comete el grave pecado de adulterio porque a través de la mujer se ofende a su dueño, el marido. Para el obispo Pedro de Cuéllar hay que distinguir dos posibilidades: que una mujer yazga con un hombre y que un hombre haga el amor con una mujer; lo primero no debe hacerse nunca fuera del matrimonio, ni siquiera aunque la mujer se halle en gran menester y pobreza, porque el hombre “es fecho a serviçio e ymagen de Dios e devemos catar en él la reverencia de la fermosura divina” y sería grave pecado ensuciar esta imagen de la divinidad; si es el hombre el que yace con una mujer, realiza un acto natural y necesario para la perpetuación de la especie, pero comete un pecado porque el acto deja de ser natural en cuanto se realiza fuera del matrimonio, y “tal coyto...es commo, comer mezclado con veneno.”
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