Cuando murió Fernando VII, dejó tras sí un país totalmente arruinado económica y moralmente. Especialmente en el conflicto entre España y sus colonias, se notó muchísimo ya que los caudales para el mantenimiento de la Armada lo aportaban los virreinatos americanos ahora sublevados. Sumando esto a las disensiones políticas interiores y a las secuelas de seis años de guerra contra el invasor francés, puede explicarse el hundimiento de un Estado que veinte años atrás era la tercera potencia marítima mundial. Era imposible para España volver a hacerse con el control del continente enfrentándose a las nuevas repúblicas ya reconocidas por la Gran Bretaña y los Estados Unidos de América, verdaderos beneficiarios del nuevo orden existente.
Durante el periodo de gobierno de los liberales se intentó llegar a la paz con las colonias, pero cuando cambió el gobierno y entramos en la Década Ominosa, los fundamentalistas querían que se reconquistase las tierras perdidas, pero sin construir naves nuevas ni pagar a las tripulaciones. Los efectivos de la Armada Real fueron disminuyendo paulatinamente a medida que transcurría el tiempo. Los buques que se daban de baja por estar totalmente deshechos no se reponían. Los responsables y jefes de la Armada no cesaban de exponer la situación, p.e. Tras diez meses de incomunicación por la falta de navíos y por el bloqueo de los corsarios colombianos, liberales y contrabandistas, el comandante general de las Canarias había logrado recibir la correspondencia por medio de un navío inglés. La amargura y desánimo eran generales en todos los estamentos de la Real Armada (L. M. de Salazar, Madrid 23 de junio de 1826).
Este era el penoso panorama existente en 1826, cuando hicieron su aparición ante las costas españolas los corsarios colombianos con buques casi siempre nuevos, bien armados y pertrechados.
Ese mismo año el Congreso de Panamá se pronunció a favor de abolir el corso, pero al mismo tiempo se convino hacer los preparativos necesarios para intentar anular el dominio español en Cuba y Puerto Rico. Colombia, entendido como el antiguo Virreinato del Perú, tenía un navío de línea y cuatro fragatas, y su ejército de tierra apenas sumaba 11.500 hombres repartidos en 5.000 en Perú, 3.400 en Venezuela y 3.100 en Santa Fe, así que decidió, a pesar de lo firmado en Panamá, dar patentes de corso a diversos aventureros norteamericanos, en cuyas tripulaciones había parte de hispanoamericanos. El fin de estos corsarios era intentar paralizar el comercio interceptando los navíos españoles o los neutrales que llevasen mercancías españolas. El ámbito de actuación fueron las inmediaciones de la Península e incluso ataques a lugares costeros. Con la reducción de la Real Armada proliferaron los contrabandistas en Galicia y en la Zona del Estrecho apoyándose en Gibraltar donde se concentraban y repostaban impunemente.
El Consejo de Estado sentía una especial preocupación por el Estrecho por dos razones esenciales: la protección de una zona en la que confluían importantes rutas marítimas y la vigilancia de Gibraltar. Ya en octubre de 1825 se había hecho un presupuesto para reparar las torres vigías desde Cádiz a Málaga.
Con la reparación de las torres vigía poco a poco empezaron a remitir los ataques, por las directrices que iban tomando los acontecimientos, como el que se hiciera caso de los acuerdos del Congreso de Panamá sobre la supresión del corso, y porque las pocas unidades activas de la Armada establecieron un control más serio en la zona del Estrecho. La oleada masiva había remitido, aunque aún se producirían casos aislados, más o menos espectaculares. A fines de septiembre de 1826 sólo quedaba un navío con patente de corso colombiano que había hecho numerosas presas en el golfo de Cádiz.
Autor: Fernando Serrano Mangas, Revista de Historia Naval nº 2, 1983
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