Preámbulo en Venecia
Enrico Dandolo fue proclamado dogo el 1 de enero de 1193, nadie sabe la edad que tenía, lo más probable 75 años y, también suponemos que no estaba completamente ciego. Lo que le convertiría en un veterano octogenario en la época de la cuarta Cruzada. Patriota ferviente hasta el punto de rozar el fanatismo, había pasado gran parte de su vida al servicio de la República. Por ejemplo, en 1171 tomó parte en la expedición oriental de Vitale Michiel y al año siguiente fue uno de los embajadores que encabezaron la frustrada misión de paz ante Manuel Comneno.
El cronista Godofredo de Villehardouin, que lo conoció bien, nos dice que “aunque sus ojos mostraban un aspecto normal, no era capaz de distinguir la mano frente a su rostro debido a que había perdido la vista como resultado de una herida en la cabeza”. Sea como fuere, ni la edad ni la ceguera parecen haber menoscabado en lo más mínimo la energía y la capacidad de Dandolo quién, a las pocas semanas de su elección, había lanzado una nueva campaña para la reconquista de Zara. Pisa y Brindisi acudieron en ayuda de esta última y durante varios años, los venecianos tuvieron que esforzarse enormemente para conservar su poder en el Adriático. La situación se vio agravada cuando, el día de Navidad de 1194, el emperador germano Enrique VI asumió la corona de Sicilia en la catedral de Palermo. Con ello concluía a todos los efectos el reino normando-siciliano.
Se trataba de la posibilidad que más había inquietado a los venecianos, y lo que sabían de Enrique no les servía de consuelo alguno. Su objetivo no era otro que destruir el Imperio Bizantino, agrupar el antiguo Imperio Romano bajo su mando y luego expandirlo aún más añadiéndole un gran dominio mediterráneo que, tras una nueva Cruzada, debía incluir Tierra Santa. Ahora parecía posible, tras diez años de caos, en 1195, el emperador Isaac II fue destronado, cegado y encarcelado por su hermano Alejo, un megalómano débil, inestable e incapaz, que le sucedió con el nombre de Alejo III. Tierra Santa estaba madura para ser conquistada, Saladino había muerto y los árabes estaban desunidos. Por supuesto, una potencia marítima independiente no podía ser dejada aparte de la reunificación imperial. Por suerte para los venecianos, el emperador Enrique Barbarroja murió en Mesina en 1197 a los 32 años.
Con ambos imperios carentes en la práctica de un timonel que los guiara, con la definitiva desaparición de la Sicilia normanda, con los problemas sucesorios en Francia e Inglaterra, el papa Inocencio carecía en Europa de rivales seculares. La organización de una Cruzada era una aspiración muy profunda en su corazón, sólo necesitaba unos nobles segundones que pudieran encabezar el alistamiento. Entonces recibió una misiva del conde Tibaldo de Champagne.
Era el año 1199, el joven Tibaldo, 22 años y nieto de Luis VII y sobrino tanto de Felipe Augusto como de Ricardo Corazón de León, los grandes reyes que dirigieron la Tercera Cruzada, era enérgico y ambicioso y se hallaba imbuido de un genuino fervor religioso, celebraba un torneo en su castillo cuando se vio interpelado por el predicador Fulco de Neuilly, quién recorría Francia en busca de cruzados. Inmediatamente despacharon un mensajero para comunicar al papa Inocencio que habían abrazado la Cruz.
El principal problema era de carácter logístico: Ricardo Corazón de León había hecho saber que en su opinión, Egipto constituía el punto más débil del Oriente musulmán, y que allí debería dirigirse cualquier futura expedición. Resultaba claro que el nuevo ejército habría de viajar por mar, y que precisaría de un número de navíos que tan sólo una fuente podía suministrar: la República de Venecia.
Durante la primera semana de Cuaresma de 1201 llegó a Venecia un destacamento de seis caballeros encabezados por Godofredo de Villehardouin, mariscal de Champagne. Se convocó una reunión especial del Gran Consejo en la que los recién llegados expusieron sus necesidades y, ocho días después, obtuvieron respuesta. La República proporcionaría los medios de transporte necesarios para 4.500 caballeros con sus respectivas monturas, 9.000 escuderos, 20.000 soldados de a pie y provisiones bastantes para nueve meses. El precio sería de 84.000 marcos de plata y, adicionalmente, la República suministraría a su cargo cincuenta galeras completamente equipadas, con la condición de recibir a cambio la mitad de los territorios conquistados.
Parece ser que durante las deliberaciones el dogo Dandolo consultó en varias ocasiones tanto con los Cuarenta y los pregadi como la opinión del Gran Consejo, sin embargo, en cuestiones de tanta importancia seguía siendo necesario un arengo. Reunió al menos a 10.000 hombres en la iglesia de San Marcos para oír misa y pedir a Dios que los guiara. Acabada la misa, los enviados de Champagne volvieron a pedir la ayuda de Venecia. Luego, el dogo y el pueblo alzaron las manos y gritaron todos a una, “¡Concedido, concedido!”.
Al día siguiente se firmaron los contratos, en ellos no se hizo ninguna mención a Egipto. Godofredo nos dice que, tanto él como sus colegas, tenían miedo que de saberse el destino no conseguirían suficientes adhesiones – luego se vería que con razón-, dado que Jerusalén era el único destino legítimo para un cruzado. Además, una expedición a Egipto significaba un desembarco en tierra hostil en lugar de una apacible arribada al Acre cristiano y la ocasión de recobrar fuerzas antes de entrar en batalla. Los venecianos, por su parte, habrían estado encantados de guardar el engaño, pues también ellos guardaban un secreto propio: en esos mismos momentos sus propios embajadores estaban en El Cairo ocupados en discutir un acuerdo comercial sumamente rentable con el virrey del Sultán, a quién le comunicaron que Venecia no tenía intención de participar en ningún ataque sobre territorio egipcio.
Se acordó que todos los cruzados debían estar en Venecia el 24 de junio de 1202, día de San Juan, fecha en que estaría lista la flota.
No hay comentarios:
Publicar un comentario