lunes, 31 de mayo de 2010

La Cuarta Cruzada V

Una vez traspasados los muros, se desató una carnicería espantosa, tanto, que el propio Villehardouin se mostró horrorizado. Hubo que esperar a que anocheciera para que, al fin, “fatigados por la batalla y por la masacre”, los conquistadores declararan una tregua y se retiraran a acampar en una de las grandes plazas de la ciudad. “Aquella noche, temerosos de un contraataque, un grupo de cruzados incendiaron el distrito que se extendía entre ellos y los griegos... y la ciudad comenzó a arder de un modo pavoroso, y así estuvo durante toda la noche y todo el día siguiente hasta la tarde. Era el tercer incendio que tenía lugar en Constantinopla desde la llegada de los francos. Y ardieron más casa de las que podrían hallarse en las tres ciudades más grandes del reino de Francia.” Después de aquello, los pocos defensores que aún no habían depuesto las armas perdieron el ánimo que les permitía continuar, y cuando los cruzados despertaron a la mañana siguiente descubrieron que toda forma de resistencia había concluido.

Para los habitantes de Constantinopla, no obstante, la tragedia apenas había hecho otra cosa que empezar. Por algo habían aguardado tanto tiempo los ejércitos frente a la ciudad más rica del mundo. Ahora que era suya y que se les permitía proceder a los tres días de pillaje habituales, cayeron sobre ella como una plaga de langosta. Desde las invasiones bárbaras unos siete siglos atrás, Europa no había vuelto a ser testigo de una orgía de brutalidad y vandalismo semejante, nunca en la historia se habían destruido absurdamente y en tan corto espacio de tiempo tanta belleza ni tantas y tan exquisitas obras de arte. Entre los testigos -impotentes, horrorizados, casi incapaces de creer que seres humanos que se llamaban a sí mismos cristianos pudieran llevar a cabo tales atrocidades- se hallaba Nicetas Comiates:

No sabría como ordenar mi relato, cómo iniciarlo, proseguirlo y finalizarlo. Destrozaban las imágenes sagradas, arrojaban las santas reliquias de los mártires a lugares que me avergüenzo de mencionar, esparciendo por doquier el cuerpo y la sangre del Salvador. Estos heraldos del Anticristo se apropiaban de los cálices y las patenas, a los que arrancaban las piedras preciosas para luego utilizarlos a modo de copa....En cuanto a sus profanaciones del Gran Templo (Santa Sofía), no es posible recordarlas sin espanto. Destruyeron el altar mayor, una obra de arte admirada por el mundo entero, y se repartieron los trozos entre ellos... Y metieron caballos y mulas en el templo para mejor poder transportar los sagrados cálices y la plata y el oro labrados que habían arrancado del trono, y el púlpito y las puertas, y el mobiliario allí donde lo encontraban, y cada vez que alguna de las bestias resbalaba y caía ellos la atravesaban con sus espadas, mancillando así la iglesia con su sangre y sus despojos.
Entronizaron a una vulgar ramera en el trono del Patriarca para lanzar insultos contra Jesucristo mientras ella cantaba canciones obscenas y llevaba a cabo danzas licenciosas en el santo lugar.... y tampoco mostraron consideración con las virtuosas matronas, las doncellas inocentes o incluso las vírgenes consagradas a Dios...En las calles, en las casas y en las iglesias no se oían sino gritos y lamentos.


Y aquellos hombres, prosigue, llevaban la Cruz sobre sus hombros, la Cruz sobre la que habían jurado recorrer los territorios cristianos sin derramamiento de sangre, tomando las armas únicamente contra el infiel, absteniéndose de los placeres de la carne en tanto no hubieran completado su misión.

Fue el peor momento de Constantinopla, peor incluso que el que habría de atravesar dos siglos y medio después con la caída definitiva de la ciudad en manos del sultán otomano. Pero no todos sus tesoros se perdieron. Al contrario de los francos y flamencos, entregados a su frenesí de destrucción generalizada, los venecianos conservaron la cabeza. Sabía reconocer la belleza cuando la veían. También ellos saquearon, robaron y rapiñaron...pero no destruyeron. Antes bien, enviaron a Venecia todo aquello de lo que consiguieron apoderarse, empezando por los cuatro grandes caballos de bronce que había presidido el Hipódromo desde los tiempos de Constantino y que, tras una breve estancia en el Arsenal, se erigen hoy sobre la puerta principal de la Basílica de San Marcos. Las fachadas norte y sur de la basílica se hallan igualmente salpicadas de esculturas y relieves llegados al mismo tiempo; dentro, en el crucero norte cuelga el milagroso icono de la virgen Nicopeia -Mensajera de la Victoria- que los emperadores solían portar ante ellos en la batalla, y el Tesoro cuenta con una de las más grandes colecciones de arte bizantino existentes; otro monumento a la rapacidad veneciana.

Tras los tres días de terror, se restableció el orden. Tal y como se había dispuesto previamente, los despojos -al menos aquellos que sus poseedores no había logrado ocultar con éxito- se reunieron en tres iglesias para distribuir cuidadosamente la cuarta parte correspondiente al futuro emperador y las tres cuartas partes restantes que habrían de repartirse francos y venecianos. Tan pronto como finalizó la operación, los cruzados pagaron a Dandolo los 50.000 marcos de plata que debían, y concluidas así las formalidades, ambas facciones se aprestaron a la siguiente tarea, que no era otra que la elección imperial.

En un intento desesperado por recobrar su antiguo prestigio y al mismo tiempo fortalecer su candidatura, Bonifacio de Monferrato había localizado a la emperatriz Margarita, viuda de Isaac Ángelo, y había contraído matrimonio con ella. Podía haberse ahorrado la molestia. Enrico Dandolo se negó de entrada a considerar siquiera su candidatura, y gracias a las temibles presiones venecianas la elección recayó finalmente en el indolente y manejable conde Balduino de Flandes y Hainault. El 16 de mayo, en Santa Sofía, recibió la corona; era el tercer emperador coronado allí en menos de un año. Y aunque el Patriarca recién nombrado, el veneciano Tommaso Morisini (“Gordo como un cerdo bien cebado, y vestido con una túnica tan ajustada que parecía que se la hubieran cosido directamente sobre la piel”), aún no había recibido las órdenes, por lo que fue ordenado diácono de inmediato, quince días después sacerdote y obispo a la mañana siguiente; aún no había llegado a Constantinopla y no podía, en consecuencia, oficiar la ceremonia, pocos de los presentes habrían osado negar que el nuevo emperador debía su cargo a la República veneciana.

Venecia, a cambio, se había apropiado de la mejor parte del territorio imperial. Según los términos de su tratado con los cruzados, tenía derecho a tres octavos de la ciudad y del Imperio, y al libre comercio en todos los dominios imperiales, de los que tanto Génova como Pisa habían de verse rigurosamente excluidas. En la propia Constantinopla, Dandolo exigió todo el distrito que rodeaba Santa Sofía y el Patriarcado, que llegaba hasta las mismas costas del Cuerno del Oro; además, guardó para Venecia aquellas zonas que mejor pudieran reforzar su dominio del Mediterráneo y proporcionarle una ininterrumpida cadena de puertos a lo largo de la ruta que conducía de la laguna al mar Negro, incluyendo la costa oeste del continente griego, las islas jónicas, todo el Peloponeso, Adrianópolis y, por fin, tras una breve negociación con Bonifacio, la importantísima isla de Creta.

Quedó así demostrado que los venecianos, más que los francos y los flamencos, o incluso que Balduino, fueron los auténticos vencedores de la Cuarta Cruzada; y también que su victoria se debió casi por entero a Enrico Dandolo. Unos logros notables para un hombre ciego y a punto de cumplir los noventa años.

En la Pascua del año 1205, los búlgaros atacaron la ciudad de Adrianópolis, se apoderaron del emperador Balduino, lo que obligó al viejo dogo a volver a Constantinopla con un ejército diezmado. En ningún sitio consta que resultara herido, pero lo cierto es que seis semanas después había muerto. Sorprendentemente sus restos no fueron devueltos a Venecia, sino que fueron sepultados en Santa Sofía (aún puede verse su sepulcro). Aún resulta más enigmático que su ciudad nunca le erigieron un monumento, a pesar de ser el más grande de todos sus dogos.

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