Inicio de las hostilidades
Nunca sabremos cómo se proponía Enrico Dandolo desviar a los francos de su objetivo conjunto. Él y sus agentes pudieron haber sido en parte responsables de haber difundido a través de los países occidentales las verdaderas intenciones de los cruzados. Desde luego pasaron a ser de dominio público en un periodo de tiempo notablemente corto. Sin embargo, se equivocaba si confiaba en que la reacción popular a aquellas noticias haría cambiar a los dirigentes de idea. Fueron los seguidores de estos quienes lo hicieron; muchos renunciaron definitivamente a la Cruzada, otros decidieron partir para Palestina por su cuenta, bien desde Marsella, bien desde la Apulia. El día señalado para la cita veneciana, el ejército que se reunió apenas alcanzaba un tercio del tamaño previamente esperado.
Para aquellos que sí habían llegado se trataba de un situación en extremo embarazosa. Venecia había cumplido su parte del trato: allí estaba la flota, compuesta por galeras de guerra y navíos de transporte, pero concebida para transportar una fuerza tres veces mayor que la congregada. Siendo tan pocos, los cruzados no tenían posibilidad alguna de pagar a los venecianos el dinero comprometido. Cuando su líder, el marqués Bonifacio de Monferrant -Tibaldo de Champagne había muerto el año anterior- llegó a Venecia se encontró con la expedición en peligro antes incluso de zarpar. No sólo los venecianos se negaban en redondo a permitir que una sola nave zarpara de puerto en tanto no hubiera llegado el dinero, sino que amenazaban incluso con cortar los suministros a las tropas que allí aguardaban apiñadas en el Lido, sin permiso para poner el pie en la ciudad.
Bonifacio vació sus propios cofres, lo mismo hicieron muchos de los otros caballeros y barones, y a todos los soldados del ejército se les apremió para que contribuyeran en la medida de sus posibilidades. Aún así faltaban 34.000 marcos de plata para alcanzar el importe de la deuda.
Mientras seguían llegando las contribuciones, Dandolo mantuvo a los cruzados en vilo. Luego, tan pronto estuvo seguro de que había obtenido de ellos el máximo posible, les hizo una oferta. La ciudad de Zara, señaló había caído recientemente en manos del rey de Hungría. Si los francos aceptaban ayudar a Venecia a reconquistarla antes de embarcarse en la Cruzada propiamente dicha, tal vez pudiera posponerse el pago final de la deuda. Se trataba de una propuesta típicamente cínica, y el papa Inocencio mandó un mensaje urgente prohibiendo que fuera aceptada tan pronto como supo de su existencia. Sin embargo, como luego comprendería, los cruzados no tenían elección.
A continuación el dogo celebró en la basílica otra de aquellas ceremonias que tan bien sabía organizar a pesar de sus años. Ante una congregación que incluía a todos los francos destacados, se dirigió a sus súbditos:
“Caballeros, os halláis en compañía de las más espléndidas gentes del mundo y dispuesto a acometer la más grandiosa empresa jamás emprendida. Yo ya soy viejo y débil; mi cuerpo está enfermo y necesito reposo. Pero sé que ningún hombre puede guiaros y gobernaros como yo, vuestro Señor. Así, si me permitís dirigiros y defenderos con la Cruz mientras mi hijo permanece en mi lugar guardando la República, estoy dispuesto a vivir y a morir con vosotros y con los peregrinos.”
Cuando le oyeron, clamaron todos al unísono “¡A Dios rogamos que así lo hagas y que vengas con nosotros!”.
Descendió del púlpito, avanzó hacia el altar, y se arrodilló allí sollozando. E hizo que le cosieran la cruz en su gran sombrero de algodón: hasta tal punto estaba decidido a que todos la vieran.
Así, el 8 de noviembre de 1202 zarpó de Venecia la cuarta Cruzada. Sus 480 naves, conducidas por la galera del dogo “pintada de rojo vivo, cubierta por un toldo rojo de seda y resonando con el estrépito de los címbalos y de las cuatro trompetas instalados en su proa”, no se dirigían ni a Egipto ni a Palestina. Tan sólo una semana después Zara fue conquistada y saqueada. La lucha que inmediatamente se desató entre francos y venecianos para el reparto del botín no auguraba nada bueno para el futuro, pero al final se hizo la paz y los dos grupos se instalaron en partes distintas de la ciudad para pasar el invierno.
El papa Inocencio, habiendo recibido noticias de lo sucedido, excomulgó de inmediato a toda la expedición. Aunque posteriormente reconsideraría su postura y limitaría su castigo a los venecianos. No puede decirse que la Cruzada hubiera empezado con buen pie.
A comienzos del año nuevo arribó un mensajero provisto de una carta para Bonifacio del rey germano, Felipe de Suabia, hijo de Barbarroja, quién también era yerno del depuesto emperador de Bizancio, Isaac Angelo. El joven hijo de este, otro Alejo, había escapado de la prisión en que estaba con su padre. Se refugió en el reino de su cuñado, allí conoció a Bonifacio. Ahora, formalmente, Felipe proponía que si la Cruzada aceptaba escoltar al joven Alejo hasta Constantinopla y entronizarle en lugar de su usurpador tío, Alejo se encargaría de financiar la subsiguiente conquista de Egipto, suministrando 10.000 soldados de sus fuerzas y costeando el mantenimiento de un retén de 500 caballeros en Tierra Santa, además de lo cual sometería la Iglesia de Constantinopla a la autoridad de Roma.
Para Bonifacio, el plan contaba con numerosas ventajas, entre otras la posibilidad de obtener unos considerables beneficios personales. Cuando le propuso la idea a Dandolo, el viejo dogo, poco sorprendido, la aceptó con entusiasmo. La excomunión no le había escarmentado en absoluto. El actual emperador había planteado tras su acceso al trono dificultades insalvables para renovar las concesiones comerciales obtenidas de su predecesor. La competencia de pisanos y genoveses era cada vez más feroz, por lo que Venecia precisaba de una acción decisiva si quería conservar su antiguo dominio sobre los mercados de este.
El ejército cruzado pareció más dispuesto a aceptar el cambio de planes de lo que hubiera cabido esperar. Los menos se negaron y partieron para Palestina, pero la mayoría se mostraron encantados de participar en un plan que prometía reforzar y enriquecer la Cruzada a la vez que devolvía a la Cristiandad su unidad original. Los bizantinos eran impopulares entre los occidentales, pues no había contribuido apenas en las anteriores Cruzadas, e incluso muchos creían que durante las mismas habían sido traicionados por los bizantinos. Y, finalmente, debió de haber varios, entre aquellos de inclinaciones más materialistas, que compartían la esperanza de su líder en cuanto a la obtención de recompensas personales. Todos ellos habían sido educados en la idea de sus inmensas riquezas, y para cualquier ejército medieval, tanto si portaba la Cruz en sus enseñas como si no, una ciudad fabulosamente rica tan sólo significaba una cosa: botín.
El joven Alejo arribó en persona a Zara a finales de abril, y pocos días después la flota zarpó haciendo escalas en Durazzo y Corfú, ciudades donde fue aclamado como el legítimo emperador. El 24 de junio de 1203, justo un año después de la reunión en Venecia, fondeó frente a Constantinopla.
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