Aunque en los tiempos en los que andamos no es bueno dar ideas sobre la creación de nuevos impuestos, tampoco está de más referirse a uno, de vida efímera, que se estableció en muchos pueblos y ciudades en tiempos de la segunda República, el llamado Impuesto sobre el toque de las campanas.
En realidad, tratándose de un arbitrio municipal y siendo muy diversas las localidades en las que se implantó, tuvo distintas variantes, entre otras: "Impuesto sobre el toque de campanas y entierros de lujo", en Belmez (Córdoba); "Impuestos sobre el toque de campanas y sobre los cánticos rituales en los entierros católicos", en Ronda (Málaga); "Arbitrio sobre el toque de campanas de las iglesias", en Huelva; "Arbitrio sobre el ruido y toque de campanas", en Cádiz, o "Impuesto sobre el toque de campanas, entierros con cruz alzada y salir revestido el cura y otros", en Casas Bajas (Valencia).
Con sólo leer sus nombres ya se imagina por donde va el hecho imponible, pero hay que adelantar que la creación de arbitrios más o menos extravagantes, tratando de corregir determinadas actitudes o hábitos de vida (los llamados impuestos no fiscales, cuyo fin no era estrictamente recaudatorio), fue algo consustancial a las primeras décadas del siglo XX, conforme nuevas ideas sociales llegaban de otros países.
Un buen ejemplo es el "Arbitrio sobre las faldas y melenas cortas", creado para los presupuestos del año 1.927 por el alcalde de Almendralejo (Badajoz), que se aplicaría a aquellas mujeres que, siguiendo las tendencias de la "Belle Époque", osaran cortarse el pelo "a lo garçon" o subir sus faldas más de la cuenta. Y no debió parecer mal la ocurrencia, pues según informaba el diario ABC, "la citada autoridad ha recibido más de dos mil cartas de la Península y extranjero felicitándole, y entre ellas la de un prelado".
En cuanto al impuesto sobre las campanas, fue creado tras la aprobación de la constitución republicana, que al declarar el laicismo del Estado hizo pensar a alcaldes y concejales de todo el país que tal exacción entraba dentro del ideario y los fines de la República, estableciendo las muchas variantes ya referidas, según las costumbres más o menos cristianas del vecindario o la inquina que las autoridades locales tuvieran contra el cura de turno, algo que si en las grandes ciudades no tenía tanta importancia, en pueblos y ciudades pequeñas fue origen de numerosos altercados que, inevitablemente, acababan en manos del Delegado de Hacienda de la provincia, pues era él quien al final tendría que decidir sobre la legalidad o no del arbitrio.
Como proceso tipo podríamos seguir el del Ayuntamiento de Belmez, que el 12 de noviembre de 1932 aprobó una Ordenanza municipal creando el impuesto, con una cuota de quinientas pesetas anuales por el toque de las campanas de la iglesia (como referencia, valga decir que el jornal medio de un bracero en esta localidad era de 4,5 pesetas). Veinte días después se aprobó el presupuesto municipal para el siguiente año y se ordenó su cobro al recaudador de arbitrios, lo que abría la posibilidad a que tanto el cura como cualquier vecino lo recurriera ante la Administración de Rentas Públicas de la provincia de Córdoba. Durante los meses siguientes no cesaron los incidentes y trifulcas entre concejales con motivo de tal impuesto, hasta que el 8 de marzo de 1933 el Delegado de Hacienda estimó la reclamación, anuló la ordenanza y mandó rectificar los presupuestos del ejercicio.
Hay que añadir que el conflicto no terminó ahí, pues meses después este Ayuntamiento acordó aplicar el llamado "Recargo de Soltería" a los religiosos en el Impuesto de cédulas personales, un recargo de entre el 25 y el 60% de la cuota, del que hasta entonces habían estado exentos por cuanto que, por su condición, curas y monjas habían de ser forzosamente solteros.
Fue en esos meses de finales de 1932 y principios de 1933 cuando se intensificó la creación de este arbitrio. Écija y Dos Hermanas, en Sevilla; Nerva, en Huelva; Marbella y Ronda, en Málaga, y El Ferrol, en La Coruña, fueron algunos de los muchos municipios que lo aprobaron, y todos acabaron en manos del respectivo Delegado Provincial. En Nerva, ante los incidentes que se produjeron, el cura pidió auxilio al Gobernador Civil, manifestando éste que nada tenía que decir en el asunto, por ser cosa de Hacienda; y, según informaba la prensa de la época, en El Ferrrol, "el vecindario confía en que no prosperará el impuesto, teniendo en cuenta el espíritu de justicia del Delegado de Hacienda".
Cierto es que todas las partes tuvieron que hilar muy fino, tanto en la creación del impuesto, como en el recurso y en la resolución del Delegado. Sigamos el caso de Dos Hermanas, donde el impuesto se motivó en que las campanas "interrumpen con su pesada monotonía los trabajos de meditación y estudio en todos aquellos que requieren una meditación especial, al mismo tiempo que molestan y perjudican el natural reposo que requieren los enfermos".
El recurso, planteado por el cura de la iglesia parroquial de Santa María Magdalena, por sí y en representación de sus feligreses, se basaba en la falta de competencia del Ayuntamiento ("Disminuir o impedir el toque de campanas, medio único para convocar a los actos del culto, es estorbar o impedir el mismo culto, fin que a todas luces cae fuera de la potestad del municipio"); incongruencia entre el fin que se persigue y el medio adoptado ("El fin es evitar las molestias del toque de las campanas, pero ni estas tocan a horas inoportunas ni jamás este vecindario, cristiano en su casi totalidad, se ha quejado porque le moleste el ruido de las mismas... ¿se suprime la molestia supuesta con imponer un arbitrio, o sólo se consigue añadirle un nuevo gravamen para el vecindario?"), y la lesión de intereses económicos ("Los vecinos de este pueblo son, en último caso, los perjudicados, pues sobre ellos, y especialmente sobre las clases humildes, ha de gravitar el impuesto").
Y en su fallo, el Delegado de Hacienda de Sevilla anulaba el impuesto, considerando que el Ayuntamiento, al regular derechos inherentes al culto invadía atribuciones que no eran de su competencia, puesto que los toques de campanas responden a ritos o ceremonias del culto; y que el arbitrio no guardaba congruencia entre el fin perseguido y los medios, pues el toque de campanas no afecta a la sanidad o higiene ni produce ningún peligro para el vecindario, sino algunas pequeñas molestias que toda vida de relación lleva aparejada.
Casi todos los fallos incidían en esto, la incompetencia de los ayuntamientos y la molestia para los vecinos, por lo que no fueron muchos más los ayuntamientos que se atrevieron a aprobar arbitrios de este tipo a partir de 1933 y, cuando se planteaban, los mismos alcaldes los desestimaban, como el de Mula (Murcia), diciendo que toda su vida había oído tocar las campanas sin que le molestaran en ningún momento.
No obstante, una Orden Ministerial de marzo de 1933 permitía la creación del impuesto siempre que al implantarse se tuviera en cuenta el carácter de generalidad (que se estableciera para todo tipo de ruidos y campanas, no sólo las de las iglesias católicas), y se cumplieran una serie de requisitos, entre ellos la aprobación de una memoria explicando tales arbitrios, los fines perseguidos y las razones que los motivaran, rechazándose los que tuvieran por principal objeto conseguir un ingreso fiscal.
Con ese apoyo legal, algunos grandes ayuntamientos volvieron a intentarlo en 1934 y, más avezados en cuestiones legales y formales, consiguieron la aprobación de los respectivos Delegados provinciales. Tales fueron los casos de Alicante y Cádiz, por lo que los recursos de alzada llegaron hasta el Ministro de Hacienda, que fue quien, finalmente, decidió la ilegalidad de los arbitrios.
Como aviso a navegantes, por si a algún ayuntamiento se le ocurría implantarlo, el Boletín Oficial del Obispado de Córdoba publicó la Resolución del Ministerio de Hacienda que anulaba el arbitrio del Ayuntamiento de Cádiz. El fundamento para su ilegalidad resultaba un tanto insólito, pues se basaba ni más ni menos que en las limitaciones al culto y las incautaciones del patrimonio eclesiástico que establecía la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas aprobada en junio de 1933.
Lo primero porque, a pesar de las restricciones, se permitía ejercer libremente el culto dentro de los templos, y la Constitución debía garantizar este ejercicio, siendo una natural práctica religiosa el llamamiento a los fieles por medio de las campanas. Y lo segundo porque, aunque fueron incautados, la propia Ley autorizaba a la Iglesia Católica a conservar, administrar y utilizar los bienes "según su naturaleza y destino", y el de las campanas no puede ser otro que el de producir sonidos.
Y por si lo que se gravaba no era el sonido que producían, sino las campanas en sí mismas, consideraba la resolución que también estaban exentas de tributación, porque al establecerse que eran bienes nacionales, debían gozar de la exención que a favor del Estado establecía el entonces vigente Estatuto Municipal.
Quedan por ver algunas de las tarifas aprobadas: En Fuente de Cantos (Badajoz), se estableció un gravamen de 10 pesetas por cada cinco minutos de toque; en Marbella, los entierros católicos se gravaron entre 25 y 75 pesetas; en El Ferrol, las iglesias parroquiales pagarían 200 pesetas anuales y 100 las capillas, y en Linares (Jaén), se llegó a proponer un impuesto de tres mil (sí, tres mil) pesetas por minuto.
Más explícita fue la tarifa establecida en Casas Bajas, donde el alcalde dirigió un oficio al cura en el que acordaba "imponer impuesto" (textual), con las siguientes cuotas:
25 pesetas para el toque de misa de primera, el de oración, el toque de mediodía, el toque de Ánimas, el Catecismo y el Rosario.
50 pesetas el toque para misa mayor.
100 pesetas para el volteo de campanas y para toques imprevistos.
En cuanto al toque de los entierros, la cuota sería de 200 pesetas para el entierro de primera clase, 100 si el entierro era de segunda y 50 para los de tercera.
Establecía, por último, un caso de exención, al decir que "si el toque es para incendio, entonces no paga nada".
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