Cuando hablamos de la Gran Armada de 1588 lo primero que nos viene a la cabeza es el enfrentamiento entre Felipe II de España e Isabel de Inglaterra. Y uno se pregunta, culto que es uno, ¿qué pasó entre ellos para que de la amistad se pasara al odio?.
Debemos recordar que allá por 1555 eran amigos, aún más, eran familia. Felipe de España se había casado con María Tudor, reina de Inglaterra; por lo tanto era rey de Inglaterra, rey consorte sí, pero rey al fin y al cabo. Junto a ella había reinado durante cuatro años, sus relaciones con su cuñada Isabel, de 22 años, no habían sido malas. Al contrario, Felipe II la había protegido contra el partido católico inglés, en su linea radical, que abogaba por su ejecución. ¿qué pasó en esos 33 años?
Para entender la postura de la Monarquía Católica que regía Felipe II habría que tener en cuenta los principios que marcaban su política exterior: eran uno político, otro ideológico y un tercero económico. El político, el mantenimiento de los territorios heredados; el ideológico, la defensa del Catolicismo, y el económico, el monopolio de la navegación con las Indias Occidentales. Evidentemente, la defensa de esos tres principios traía consigo una serie constante de conflictos en una época en que la Reforma había triunfado en media Europa y cuando la tendencia general hacia una economía mundial hacía que las potencias marítimas llevasen cada vez peor la veda del comercio por las nuevas rutas descubiertas. Al contrario que su padre, el emperador Carlos V, Felipe II odiaba la guerra, proponiéndose desde un principio establecer una era de paz para sus pueblos. Se le vería zanjar la guerra heredada frente a Francia con la paz de Cateau Cambresis de 1559. Su drama particular estribaría en que muy pronto se vería arrastrado, él también, a guerras interminables. En este año de 1559 su experiencia política era ya grande, habiendo dado muestras de eficacia en el puesto que le había asignado su padre. Es cierto que a la muerte de Carlos V iba a introducir cambios en la manera de llevar las relaciones internacionales no siempre convenientes; el por de ellos, su aislamiento, al encerrarse en la meseta, entre Madrid y El Escorial, apartando de su vida aquellos largos y continuos viajes, que habían sido una de las características más notables del Emperador, y de su propia juventud. Con lo cual, los encuentros en la cumbre iban a desaparecer, y con ello una de las posibilidades más claras de que la diplomacia sustituyera a la guerra. Tampoco utilizó la baza del despliegue familiar: su hermana Juana, viuda desde 1554, ni la de su hijo don Carlos (por supuesto, su enfermedad era gran impedimento), ni la de su hermanastro don Juan de Austria. Sólo al final de su reinado puso en marcha dos bodas de tono menor: las de sus hijas Catalina Micaela e Isabel Clara Eugenia, la primera con el duque de Saboya y la segunda con su sobrino el archiduque Alberto de Austria. Pero no se atrevió a la más audaz, su hermanastro con María Estuardo.
A todo ello hay que añadir que Europa estaba entrando, desde mediados de siglo, en una larga etapa de antagonismos religiosos, que hacía difíciles los entendimientos diplomáticos. La época de Erasmo estaba dando paso a la de Calvino y San Ignacio, lo cual iba a enrarecer el ambiente de las relaciones diplomáticas, especialmente entre Inglaterra y España, cuyos soberanos se iban a convertir en los máximos protectores de los dos bandos religiosos en conflicto: protestantes y católicos. Estaba en marcha aquel protonacionalismo al que alude Kamen en su ensayo “La visión de España en la Inglaterra isabelina”. Protonacionalismo fortalecido por la nota peculiar de cada directriz religiosa, que curiosamente tendría un respaldo internacional, los reformadores de toda Europa tendía a considera a Isabel su protectora natural, de igual modo que los católicos lo hacía con Felipe II. De ese modo, arrastrados por corrientes no sólo nacionales sino también internacionales, poco podría hacer ambos soberanos para resguardar la paz.
En este marco es más fácilmente comprensible la involución producida, que llevó a los dos pueblos a dejar su antigua alianza para entrar por el derrotero de la guerra. Las propias embajadas se convirtieron en focos perturbadores de la paz, con lo que los diplomáticos de ambos países perdieron credibilidad ante los gobiernos respectivos, de ahí que la expulsión de los embajadores sea una nota tan frecuente, a lo largo de este periodo.
¿Quién desea la guerra?. El caso es que sabemos que en un principio tanto Isabel como Felipe II eran partidarios de la paz y que ambos se mostraban amigos. Recordemos que Felipe II había defendido a la joven princesa cuando la camarilla de María Tudor quiso ejecutarla por traidora. Aquí no nos encontramos con el rígido monarca fanático sino, curiosamente, con el hombre de Estado: Felipe II tenía muy clara la consigna de su padre Carlos V de que para que las cosas de los Países Bajos rodaran bien era preciso que fueran óptimas las relaciones con Inglaterra. La alternativa al encumbramiento de Isabel era el ascenso de María Estuardo, que en 1558 era ya reina de Escocia y esposa del Delfín de Francia. Por lo tanto, si un bloque tan fuerte se hacía también con Inglaterra, los Países Bajos quedaría aislados por mar y tierra y a su entera merced. De ahí que Felipe II tratara por todos los medios de mantener la alianza con Isabel. Incluso tratando de su posible boda, el propio Felipe II con 32 años se creía en condiciones de poder optar a la mano de Isabel con 25 años. Era una operación segura: Isabel era inexperta, estaba rodeada de enemigos y no podía exponerse a caer en desgracia del monarca más poderoso de la Cristiandad. Felipe II se iba a encontrar con una de las Reinas más inteligentes que ha conocido la Historia: una auténtica mujer de Estado, bien secundada por un político verdaderamente notable: Cecil. Por el momento daría largas al asunto, procurando ganar tiempo. El problema estribaba en poder rechazar la boda, sin provocar la ruptura con Felipe. E Isabel, con rara habilidad, lo consiguió. Sabía que tenía el apoyo popular, y eso le daba firmeza, a pesar de seguir llamándolo en sus cartas “amantissimun fratrem et perpetuum confederatum”
Estamos aún en la etapa de la amistad; todavía faltan años para que se entre en la guerra fría. Durante diez años, la diplomacia filipina luchó por mantener esa alianza inglesa. Sin embargo, hubo sus dudas, pues el partido belicoso de la Corte apostaba por un acto de fuerza. Incluso se planteó una temprana invasión de Inglaterra, alentada por Enrique II de Francia, en una negociación paralela a la de la paz de Cateau Cambresis. Pero Felipe II lo desechó, él no era un rey conquistador; quedaba el aspecto fundamental: ¿qué podía hacer los invasores una vez lograda la primera victoria?. A la larga, estaba claro que el problema no se reducía tan sólo a invadir, sino a mantener en el terreno invadido. Curiosamente el primero en desaconsejar esa invasión sería el Duque de Alba, en esa línea estaba el mismo Rey.
Después de 1568, Isabel lleva ya diez años en el trono, sale de Londres el único embajador español con el que la Reina se llevaría bien – Diego Guzmán de Silva -, el duque de Alba está en Flandes y los buques de Hawkins sufren el revés de San Juan de Ulua, aguas mexicanas, de los seis navíos perdidos por los ingleses, dos son pagados por la propia Reina, provocando como represalia inglesa el apoderamiento del dinero (medio millón de escudos) que Felipe II mandaba por mar a Flandes, para pagar a los tercios viejos y que repostaban en puertos ingleses.
Puede hablarse ya de guerra fría.
La excomunión de la reina Isabel, pronunciada por Roma en 1570, agravó la situación, radicalizando las dos posturas.
Mientras, la herida abierta en el costado español seguía supurando: los Países Bajos se habían rebelado con su señor natural y miraban a Inglaterra como defensora de su Nueva Fe.
Durante el gobierno de los Países Bajos de don Juan de Austria asistimos a una apertura de negociaciones matrimoniales con María Estuardo de Escocia, pero María era ya, de hecho, la prisionera de Estado de Isabel y cuando el intento de boda tenía que ir acompañado de una invasión. Y eso en 1574, cuando ya había muerto el mejor marino español Pedro Menéndez de Avilés. Por añadidura estaba el hecho de los recelos de Felipe II hacia su hermanastro que le llevan a negar su apoyo para lo que temía que fuese un excesivo engrandecimiento de don Juan de Austria. Entraron en juego las intrigas de Antonio Pérez, que acabaron con el asesinato del secretario de don Juan, Escobedo. Isabel, con figuras como Cecil y Walsingham estuvo mucho mejor auxiliada en su gobierno que Felipe II con Antonio Pérez. Y ese hecho, en aquella época de monarquías autoritarias tenía una especial importancia.
Así se sucedieron, cada vez con más frecuencia, los gestos hostiles: expulsión de los embajadores de uno y otro país, ataques de marinos ingleses a la Indias Occidentales españolas y, en fin, ayudas cada vez más ostensibles de los dos gobiernos a los rebeldes del otro país: así, de los ingleses al príncipe de Orange, en los Países Bajos, como a los de don Antonio Crato en Portugal; y los de España a los católicos ingleses e irlandeses. Felipe II llegaría hasta la fundación de Colegios de ingleses, escoceses e irlandeses, que servirían para mantener vivo el catolicismo en las Islas, pero también para provocar constantes dificultades a la Reina inglesa.
Todo ello arrojaba los acontecimientos por un plano inclinado, cuya desembocadura en la guerra parecía cada vez más inevitable. La incorporación de Portugal a los dominios de Felipe II (1581) agudizó aún más la rivalidad en el mar.
Se dan presiones de algunos consejeros de Felipe II, para los que bastaba un manotazo del poderío hispano para derrocar a Isabel. La soberbia de esos consejeros, típica del país que está en la cumbre del poder era increíble. En esta línea conflictiva llegó el formidable ataque de Drake a las Indias Occidentales, en 1585, en el que saqueó Santo Domingo, Cartagena de Indias y San Agustín. Las relaciones diplomáticas estaban definitivamente rotas. Los voluntarios ingleses del conde de Leicester luchaban al lado de los rebeldes holandeses, mientras Felipe II apoya en lo posible a los católicos ingleses. Puede afirmarse que la guerra entre las dos naciones era un hecho insoslayable.
Felipe II ordena preparar la Empresa de Inglaterra.
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