—Dijeron —habla la mujer— que había revolución en Valladolid, que los señores habían quitado la República para volver a ser amos de lo suyo y que los hijos de los señores venían por los pueblos matando a los pobres. Los hombres de Sanbrian decidieron que no los dejarían entrar, que si los ricos hacían una revolución, los pobres harían la suya, que más somos los pobres que los ricos y que a las malas podríamos con ellos. Algunos vecinos no se atrevían. Más valía estarse quedos. A todos no nos van a matar, pensaban. Pero los mozos del sindicato dijeron que sí, que nos matarían a todos, y aunque, la verdad, nadie lo creía, se resolvió el pueblo a cerrarles las puertas y a campar por su respeto. Al principio todo fue bien. Echamos al cura y al cabo de la guardia civil. Los tres o cuatro ricos que había en Sanbrian se fueron ellos solos, y los del sindicato se pusieron a mangonear, por aquello de que siempre ha de haber alguien que mande. No hubo ninguna muerte, eso sí, pero los del sindicato entraron en las casas de los ricos, se apoderaron de los bienes que habían dejado y los repartieron entre los pobres. Estaba mal hecho, señor, y muchos infelices ni siquiera se atrevían a tomar lo que les daban. Pero a los pocos días, como temíamos, volvieron al fin los hijos de los señores, los señoritos. Venían en tres o cuatro automóviles y traían fusiles y pistolas. Para asustar al pueblo entraron disparándoles sin ton ni son, a diestro y siniestro. Venían por la tremenda, y por la tremenda los recibieron los mozos del pueblo. Apostados en una esquina los aguardaron con las escopetas echadas a la cara y cuando los tuvieron a tiro los achicharraron. Así cayó ese jefe de ellos, cuya vida tan cara hemos pagado. Venían matando, señor, ¿cómo querían ser recibidos?
»Los demás huyeron; alguno iba malherido. Los mozos del sindicato se quedaron muy ufanos, pero ya recelábamos que aquella muerte habíamos de pagarla, aunque nunca creíamos que nos la cobrarían tan cara. Ocho o diez días después nos dijeron que venían tropas de Valladolid. ¡Qué tropas, señora, qué tropas! No son peores los chacales. Al principio se les hizo resistencia. ¡Nunca la intentáramos! Las máquinas que traían vomitaban fuego y plomo sobre el pueblo. Los hombres caían segados como mieses. No pudieron resistir y se fueron al campo para seguir luchando. Los que quedamos en el pueblo pusimos banderas blancas y nos encerramos en nuestras casas a esperar que llegasen las tropas. ¡Ojalá hubiésemos luchado hasta el último instante de nuestras vidas! Aquellas tropas de moros y renegados fueron casa por casa rompiendo las puertas a culatazos y matando delante de sus mujeres y sus hijos a cuantos hombres encontraron, jóvenes y viejos, amigos y enemigos, buenos y malos, rebeldes y sumisos. No quedó uno solo. En Sanbrian no quedó un solo hombre con vida. Tras los moros y los renegados venían los hijos de los señoritos, y como ya no había hombres que matar, mataron mujeres. Aquellos no eran seres humanos, eran fieras. Lo que han visto mis ojos ni se había visto antes ni se verá jamás. Aquella misma noche, entre el ruido siniestro de las descargas y los gritos ahogados de los que sucumbían, las pobres mujeres de Sanbrian tomaron a sus hijos de la mano, estrecharon contra sus pechos a los más pequeñuelos y huyeron al monte aterrorizadas. Los centinelas tiraban al bulto contra aquellas sombras fugitivas. Alguna de ellas cayó atravesada por un balazo y hasta que fue de día estuvo a su lado una criatura que lloraba a la noche inmensa sin atreverse a soltar la mano crispada que poco a poco se le iba quedando fría entre los deditos tiernos.
»Huyeron todos, viejos, niños y mujeres. A los que no huyeron los mataron. No quedó alma viviente en el pueblo. Sólo yo. Desde aquella noche horrible no hay en Sanbrian más ser vivo que yo. Mataron a mi hombre delante de mis ojos, huyeron mis hijos. ¿Para qué huir? Esperé a que me matasen también. No sé por qué no lo hicieron.
A. Cháves Nogales. A sangre y fuego. 1937
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