lunes, 31 de mayo de 2010

Israel es culpable

Aunque el título suene a broma, no lo es.

Los que me conocen saben que soy un gran defensor del Estado de Israel. Eso de que sea la única democracia del Cercano Oriente me la pone dura.

Siempre he defendido sus actos, siempre he apoyado sus acciones en defensa propia, siempre.....

Hasta ahora.

Lo ocurrido esta madrugada me parece una gilipollez estúpida. Algún gobernante judío ha debido pensar que el resto del mundo ya es parte de la conjura anti-judía y que no importaba qué hicieran, ellos podrían aguantar cualquier cosa que dijesen los medios internacionales.

Hay que ser gilipollas para atacar a embarcaciones desarmadas. Hay que ser gilipollas para atacar de madrugada. Hay que ser gilipollas para atacar en aguas internacionales, eso se llama piratería. Hay que ser gilipollas, o creer que el resto del mundo lo es, para decir que respondían al ataque de los embarcados. ¡Gilipollas!, has atacado un barco en la noche desde un helicoptero de combate. Si yo estuviese a bordo también me habría defendido con cualquier cosa a mano.

Con lo fácil que hubiese sido esperar a que estuviesen en aguas de soberanía, detenerlos y remolcarlos a un puerto militar donde no hubiera cámaras ni periodistas. Luego te quedas con cualquier mercancia que llevasen a bordo y a los tripulantes los repatrías.

Yo soy pro-judío, pero que le den por culo al gobierno israelí.

La Cuarta Cruzada V

Una vez traspasados los muros, se desató una carnicería espantosa, tanto, que el propio Villehardouin se mostró horrorizado. Hubo que esperar a que anocheciera para que, al fin, “fatigados por la batalla y por la masacre”, los conquistadores declararan una tregua y se retiraran a acampar en una de las grandes plazas de la ciudad. “Aquella noche, temerosos de un contraataque, un grupo de cruzados incendiaron el distrito que se extendía entre ellos y los griegos... y la ciudad comenzó a arder de un modo pavoroso, y así estuvo durante toda la noche y todo el día siguiente hasta la tarde. Era el tercer incendio que tenía lugar en Constantinopla desde la llegada de los francos. Y ardieron más casa de las que podrían hallarse en las tres ciudades más grandes del reino de Francia.” Después de aquello, los pocos defensores que aún no habían depuesto las armas perdieron el ánimo que les permitía continuar, y cuando los cruzados despertaron a la mañana siguiente descubrieron que toda forma de resistencia había concluido.

Para los habitantes de Constantinopla, no obstante, la tragedia apenas había hecho otra cosa que empezar. Por algo habían aguardado tanto tiempo los ejércitos frente a la ciudad más rica del mundo. Ahora que era suya y que se les permitía proceder a los tres días de pillaje habituales, cayeron sobre ella como una plaga de langosta. Desde las invasiones bárbaras unos siete siglos atrás, Europa no había vuelto a ser testigo de una orgía de brutalidad y vandalismo semejante, nunca en la historia se habían destruido absurdamente y en tan corto espacio de tiempo tanta belleza ni tantas y tan exquisitas obras de arte. Entre los testigos -impotentes, horrorizados, casi incapaces de creer que seres humanos que se llamaban a sí mismos cristianos pudieran llevar a cabo tales atrocidades- se hallaba Nicetas Comiates:

No sabría como ordenar mi relato, cómo iniciarlo, proseguirlo y finalizarlo. Destrozaban las imágenes sagradas, arrojaban las santas reliquias de los mártires a lugares que me avergüenzo de mencionar, esparciendo por doquier el cuerpo y la sangre del Salvador. Estos heraldos del Anticristo se apropiaban de los cálices y las patenas, a los que arrancaban las piedras preciosas para luego utilizarlos a modo de copa....En cuanto a sus profanaciones del Gran Templo (Santa Sofía), no es posible recordarlas sin espanto. Destruyeron el altar mayor, una obra de arte admirada por el mundo entero, y se repartieron los trozos entre ellos... Y metieron caballos y mulas en el templo para mejor poder transportar los sagrados cálices y la plata y el oro labrados que habían arrancado del trono, y el púlpito y las puertas, y el mobiliario allí donde lo encontraban, y cada vez que alguna de las bestias resbalaba y caía ellos la atravesaban con sus espadas, mancillando así la iglesia con su sangre y sus despojos.
Entronizaron a una vulgar ramera en el trono del Patriarca para lanzar insultos contra Jesucristo mientras ella cantaba canciones obscenas y llevaba a cabo danzas licenciosas en el santo lugar.... y tampoco mostraron consideración con las virtuosas matronas, las doncellas inocentes o incluso las vírgenes consagradas a Dios...En las calles, en las casas y en las iglesias no se oían sino gritos y lamentos.


Y aquellos hombres, prosigue, llevaban la Cruz sobre sus hombros, la Cruz sobre la que habían jurado recorrer los territorios cristianos sin derramamiento de sangre, tomando las armas únicamente contra el infiel, absteniéndose de los placeres de la carne en tanto no hubieran completado su misión.

Fue el peor momento de Constantinopla, peor incluso que el que habría de atravesar dos siglos y medio después con la caída definitiva de la ciudad en manos del sultán otomano. Pero no todos sus tesoros se perdieron. Al contrario de los francos y flamencos, entregados a su frenesí de destrucción generalizada, los venecianos conservaron la cabeza. Sabía reconocer la belleza cuando la veían. También ellos saquearon, robaron y rapiñaron...pero no destruyeron. Antes bien, enviaron a Venecia todo aquello de lo que consiguieron apoderarse, empezando por los cuatro grandes caballos de bronce que había presidido el Hipódromo desde los tiempos de Constantino y que, tras una breve estancia en el Arsenal, se erigen hoy sobre la puerta principal de la Basílica de San Marcos. Las fachadas norte y sur de la basílica se hallan igualmente salpicadas de esculturas y relieves llegados al mismo tiempo; dentro, en el crucero norte cuelga el milagroso icono de la virgen Nicopeia -Mensajera de la Victoria- que los emperadores solían portar ante ellos en la batalla, y el Tesoro cuenta con una de las más grandes colecciones de arte bizantino existentes; otro monumento a la rapacidad veneciana.

Tras los tres días de terror, se restableció el orden. Tal y como se había dispuesto previamente, los despojos -al menos aquellos que sus poseedores no había logrado ocultar con éxito- se reunieron en tres iglesias para distribuir cuidadosamente la cuarta parte correspondiente al futuro emperador y las tres cuartas partes restantes que habrían de repartirse francos y venecianos. Tan pronto como finalizó la operación, los cruzados pagaron a Dandolo los 50.000 marcos de plata que debían, y concluidas así las formalidades, ambas facciones se aprestaron a la siguiente tarea, que no era otra que la elección imperial.

En un intento desesperado por recobrar su antiguo prestigio y al mismo tiempo fortalecer su candidatura, Bonifacio de Monferrato había localizado a la emperatriz Margarita, viuda de Isaac Ángelo, y había contraído matrimonio con ella. Podía haberse ahorrado la molestia. Enrico Dandolo se negó de entrada a considerar siquiera su candidatura, y gracias a las temibles presiones venecianas la elección recayó finalmente en el indolente y manejable conde Balduino de Flandes y Hainault. El 16 de mayo, en Santa Sofía, recibió la corona; era el tercer emperador coronado allí en menos de un año. Y aunque el Patriarca recién nombrado, el veneciano Tommaso Morisini (“Gordo como un cerdo bien cebado, y vestido con una túnica tan ajustada que parecía que se la hubieran cosido directamente sobre la piel”), aún no había recibido las órdenes, por lo que fue ordenado diácono de inmediato, quince días después sacerdote y obispo a la mañana siguiente; aún no había llegado a Constantinopla y no podía, en consecuencia, oficiar la ceremonia, pocos de los presentes habrían osado negar que el nuevo emperador debía su cargo a la República veneciana.

Venecia, a cambio, se había apropiado de la mejor parte del territorio imperial. Según los términos de su tratado con los cruzados, tenía derecho a tres octavos de la ciudad y del Imperio, y al libre comercio en todos los dominios imperiales, de los que tanto Génova como Pisa habían de verse rigurosamente excluidas. En la propia Constantinopla, Dandolo exigió todo el distrito que rodeaba Santa Sofía y el Patriarcado, que llegaba hasta las mismas costas del Cuerno del Oro; además, guardó para Venecia aquellas zonas que mejor pudieran reforzar su dominio del Mediterráneo y proporcionarle una ininterrumpida cadena de puertos a lo largo de la ruta que conducía de la laguna al mar Negro, incluyendo la costa oeste del continente griego, las islas jónicas, todo el Peloponeso, Adrianópolis y, por fin, tras una breve negociación con Bonifacio, la importantísima isla de Creta.

Quedó así demostrado que los venecianos, más que los francos y los flamencos, o incluso que Balduino, fueron los auténticos vencedores de la Cuarta Cruzada; y también que su victoria se debió casi por entero a Enrico Dandolo. Unos logros notables para un hombre ciego y a punto de cumplir los noventa años.

En la Pascua del año 1205, los búlgaros atacaron la ciudad de Adrianópolis, se apoderaron del emperador Balduino, lo que obligó al viejo dogo a volver a Constantinopla con un ejército diezmado. En ningún sitio consta que resultara herido, pero lo cierto es que seis semanas después había muerto. Sorprendentemente sus restos no fueron devueltos a Venecia, sino que fueron sepultados en Santa Sofía (aún puede verse su sepulcro). Aún resulta más enigmático que su ciudad nunca le erigieron un monumento, a pesar de ser el más grande de todos sus dogos.

miércoles, 26 de mayo de 2010

La Cuarta Cruzada IV

Una noche, mientras paseaban por la ciudad, un grupo de francos se toparon con una pequeña mezquita situada en el barrio sarraceno, detrás de la iglesia de Santa Irene, tras saquearla la incendiaron. Las llamas se propagaron rápidamente, durante las siguientes 48 horas Constantinopla se vio envuelta en el peor incendio de su historia.

Alejo había estado ausente persiguiendo a su tío, y cuando volvió descubrió gran parte de la capital en ruinas y a sus súbditos en estado de guerra contra todo extranjero. La situación había llegado a un punto límite, y cuando se le presentó un grupo de tres francos y tres venecianos a cobrar lo que se les debía, bastante hizo con protegerlos de las iras de las gentes. Así estalló la guerra, y cada bando procuró hacer al otro tanto daño como pudo, ya fuera por tierra o por mar.

Irónicamente ninguno de los dirigentes deseaba aquella guerra. Los habitantes de Constantinopla tan sólo tenían un objetivo: librarse de una vez por todas de aquellos patanes incivilizados que estaban destruyendo su amada ciudad y, de paso, chupándoles la sangre. Los francos, por su parte, no habían olvidado el motivo por el que habían abandonado sus hogares, y cada vez los incomodaba más aquellas gentes decadentes y afeminadas cuando debían estar midiendo sus fuerzas con los infieles..

La solución de aquella situación insoportable estaba en manos de Venecia o, para ser más exactos, de Enrico Dandolo, el único que podía dar la orden de partir. Hasta ese momento se había negado justificándose en la deuda que los francos tenían con Venecia, y que nunca podrían saldar en tanto no recibieran el dinero prometido por Alejo y su padre. Para entonces, ya tenía en mente proyectos más ambiciosos, como el de derrocar al Imperio Bizantino y sentar a una marioneta de Venecia en el trono de Constantinopla.

Y así, a medida que se desvanecían las posibilidades de un acuerdo pacífico, los consejos de Dandolo a sus aliados francos fueron adquiriendo tintes distintos. Nada más, señaló, podía esperarse ya de Isaac ni de Alejo. Si los cruzados querían obtener alguna vez lo que se les debía, se verían obligados a tomarlo por la fuerza. Su justificación moral era absoluta, aquellos Ángelos desleales no merecían su lealtad. Tomada la ciudad, y con uno de sus propios líderes en el trono imperial, podrían pagar a Venecia lo que le debían casi sin sentirlo y aún les quedaría más que suficiente para financiar la Cruzada. Aquella era su oportunidad, y más les valía aprovecharla, porque no se repetiría.

Un nuevo emperador

Dentro de Constantinopla reinaba igualmente el convencimiento de que Alejo IV debía desaparecer, y el 25 de enero de 1204 se reunió en Santa Sofía una inmensa cohorte de senadores, clérigos y ciudadanos para destituirlo y elegir su sucesor. Durante tres días deliberaron, por fin, eligieron a un anodino Nicolás Canabo. Mientras, tomó las riendas de la ley la única figura verdaderamente competente que había en todo Bizancio, Alejo Ducas -cejas negras, enmarañadas y unidas- un noble que ocupaba el puesto de protovestarius, lo que le permitía acceder a los aposentos imperiales a cualquier hora. Tras irrumpir a altas horas de la madrugada en el dormitorio de su homónimo, le despertó con la noticia de que sus súbditos se habían alzado contra él. Le brindó lo que era su única oportunidad de escape. Embozó al emperador en una larga túnica y, a través de una puerta trasera, le condujo fuera de palacio al encuentro de una banda de conspiradores. El desdichado joven se vio de inmediato cargado de cadenas y encerrado en una mazmorra en la que, tras dos intentos fallidos de envenenamiento, sucumbió por fin a las flechas. Su padre, invidente, murió en esa misma época.
Con sus rivales eliminados, Ducas fue coronado en Santa Sofía con el nombre de Alejo V. Comenzó a demostrar las cualidades de liderazgo que tanto necesitaba Bizancio. Las murallas y los torreones contaban con una dotación adecuada, y equipos de obreros sudaban día y noche reforzándolas y elevándolas. Para los francos una cosa estaba clara, no habría más negociaciones, y mucho menos nuevos pagos de una deuda de la que el nuevo emperador no era en absoluto responsable. Su única esperanza era un ataque en gran escala sobre la ciudad, ahora se encontraban en una posición moral aún más sólida de la que habían gozado hasta ahora si actuaban contra Alejo, emperador legítimo y antiguo aliado.

Todo ello era exactamente lo que Enrico Dandolo llevaba diciendo durante meses; ahora, tanto francos como venecianos, vieron en el viejo dogo al líder absoluto de su expedición. Bonifacio de Monferrant estaba en difícil posición, pues había apadrinado al depuesto emperador y se mantenía en contacto con los genoveses, y Dandolo lo sabía.

Los cruzados preparan un nuevo ataque

A principios de marzo comenzaron una serie de reuniones del Consejo en el campo de Gálata. El objeto de las mismas no era tanto el plan de ataque como la futura administración del Imperio tras la conquista. Se acordó que cruzados y venecianos nombraran sendos grupos de seis delegados para formar un comité electoral para elegir al nuevo emperador. Sí, como era de esperar, se decidían por un franco, el patriarca debía ser veneciano y viceversa. El emperador recibiría una cuarta parte de la ciudad y del Imperio, incluidos sus dos palacios principales: el de Blacherna, en el Cuerno de Oro, y el viejo palacio de Bucoleón en Mármara. Las tres cuartas partes restantes debían ser repartidas en dos partes iguales, una para Venecia y la otra, en régimen feudal, para los caballeros cruzados. El dogo quedaba expresamente exento de prestar homenaje al emperador. El botín obtenido sería transportado en su totalidad a un lugar predeterminado y repartido por igual. Las partes se comprometían a permanecer en Constantinopla el año entero, o al menos hasta marzo de 1205.

El ataque dio comienzo en la mañana del viernes 9 de abril, en el mismo lugar donde nueve meses antes, el dogo Dandolo se había cubierto de gloria. Esta vez, sin embargo, fracasó. Los nuevos muros y torreones, más altos, eran lugares privilegiados para las catapultas y arqueros griegos. Los venecianos tuvieron que reembarcar y retirarse hacía Gálata. Los dos días siguientes se emplearon en reparar daños, y el lunes se reanudó el ataque. Los venecianos amarraron su naves de dos en dos para darse mejor apoyo; soplaba un fuerte viento del norte que permitió mayor velocidad a las embarcaciones ayudándolas a penetrar más en las playas. Al poco tiempo, dos de las torres se vieron desbordadas y ocupadas y, casi simultáneamente, los cruzados derrumbaron una de las puertas de la muralla y penetraron en la ciudad.

El nuevo emperador, que había liderado resuelta y valerosamente a los defensores, partió al galope por las calles haciendo lo posible por reagrupar a sus hombres. Pero estaban todos desanimados, viendo que sus esfuerzos eran en vano, y temiendo verse entregado a los francos como el mejor bocado de su mesa, emprendió la huida acompañado de Eufrosina (esposa del emperador Alejo III) y de su hija Eudocia, a quien amaba locamente. Los tres buscaron refugio en Tracia. Se casó con Eudocia y comenzó a reunir las fuerzas necesarias para lanzar una contraofensiva.

lunes, 24 de mayo de 2010

La Cuarta Cruzada III

El ataque

Los bizantinos no habían preparado la defensa seriamente. Los astilleros estaban prácticamente vacíos, ya que 16 años antes habían dejado el programa de construcción naval en manos de Venecia. El principal almirante del imperio había vendido las anclas, las velas y los aparejos de los pocos navíos que les quedaban, dejándolos reducidos a esqueletos inservibles que iban pudriéndose poco a poco en el puerto. Los súbditos se subieron a las murallas a contemplar cómo aquella impresionante flota de guerra pasaba frente a ellos camino de la embocadura del Bósforo.

Por su parte, los cruzados contemplaban aquellas altas murallas y los robustos torreones que la rodeaban y los espléndidos palacios y las encumbradas iglesias, nunca pensaron que pudiera haber un lugar tan rico y poderoso en todo el mundo.

Los invasores desembarcaron en la ribera asiática del estrecho, cerca del palacio de verano de Chalcedon y de la moderna Scutari, para reaprovisionarse. Allí mismo repelieron fácilmente el desmayado ataque de un reducido destacamento griego de caballería que huyó a la primera carga. Más tarde, despacharon con similar falta de ceremonia a un emisario del emperador. Si su señor estaba dispuesto a ceder el trono a su sobrino, suplicarían a este último que le perdonara y fuera generoso.

Al amanecer del 5 de julio, atravesaron el Bósforo y desembarcaron en el extremo septentrional del Cuerno de Oro, cerca de Gálata, el asentamiento comercial extranjero, que no estaba amurallado. Su única fortificación relevante era un gran torreón aislado de planta circular, que poseía un importancia estratégica singular, ya que albergaba el enorme torno que se utilizaba para alzar y bajar la cadena que, en ocasiones de emergencia, servía para bloquear la entrada al Cuerno. Para defenderla se congregó en la costa una fuerza considerable, encabezada por el propio emperador. Todos los bizantinos eran conscientes de que Alejo había usurpado el trono, estaban desmoralizados, si hubiesen tenido otro líder habrían hecho frente a los francos con otro espíritu y, tal vez, habría obtenido mejores resultados. El espectáculo de una flota de más de 100 naves y de los hombres, caballos y equipos que de ellas desembarcaban con toda prontitud y precisión (si algo distinguía a los venecianos era su eficiencia), infundió un profundo pavor a los defensores, que dieron media vuelta y se aprestaron a la fuga -encabezados, una vez más, por el emperador- apenas los componentes de la primera oleada de cruzados habían enristrado las lanzas para el ataque.
La guarnición de la propia torre se batió con más bravura, consiguieron resistir durante 24 horas. A la mañana siguiente se rindieron. Los venecianos rápidamente desbloquearon el torno, y la inmensa cadena de hierro extendida a través de los 500 metros de anchura de la embocadura del Cuerno de Oro se desplomó con gran estrépito sobre las aguas, permitiendo el paso de la flota. La victoria naval fue completa.
Constantinopla no se rindió, los muros orientados al norte no podían compararse con las tremendas murallas del costado de tierra, erigidas por Teodosio II en el siglo V, pero sí podía ofrecer una poderosa resistencia.

El ataque se dirigió contra el punto más débil de las defensas bizantinas: el acceso marítimo al palacio imperial de Blacherna, junto al límite noroeste de la ciudad. Se desencadenó en la mañana del jueves 17 de julio, simultáneamente por tierra y mar, los navíos venecianos sobrecargados con las máquinas de asedio. El ejército franco que atacaba por tierra se vio inicialmente rechazado por las hachas de los ingleses y daneses que formaban la Guardia Varega del Emperador. Sin embargo fueron los venecianos, y especialmente el viejo dogo Dandolo, los vencedores de la jornada. Aunque las máquinas de asalto venecianas se había aproximado tanto a la costa que los escaladores luchaban cuerpo a cuerpo con los defensores, los marineros venecianos se mostraban reacios a varar las embarcaciones para efectuar un desembarco como es debido. Y entonces tuvo lugar una hazaña de extraordinario arrojo. El dogo de Venecia, un hombre anciano y completamente ciego, se alzó en la proa de su galera, armado hasta los dientes y acompañado de la Cruz de San Marcos, y gritó a sus hombres que llevaran la nave a tierra si en algo valoraban sus pellejos. Así lo hicieron, y vararon la galera, y tanto él como los otros echaron pie a tierra y plantaron el estandarte en el suelo. Y cuando los demás venecianos vieron el estandarte de San Marcos y la galera del dogo varada antes que las suyas, se sintieron avergonzados y desembarcaron tras él.

A medida que crecía la intensidad del ataque, los defensores comprendieron rápidamente que no tenían ninguna posibilidad. No habían pasado muchas horas cuando Dandolo pudo enviar un mensaje a sus aliados francos en el que les comunicaba que había a lo largo de la muralla no menos de 25 torreones que ya se encontraban en manos venecianas. Sus hombres habían abierto en los muros diversas brechas por las que estaban invadiendo la propia ciudad e incendiando las casas de madera, hasta que todo el barrio de Blacherna estuvo en llamas.

Aquella tarde, Alejo III, emperador de Constantinopla, huyó en secreto de la ciudad. Dejaba atrás a su esposa y a toda su familia con la excepción de una hija favorita a la que se llevó consigo junto con otras cuantas mujeres, diez mil libras de oro y una bolsa de alhajas.


El consejo de Estado decidió, tras una urgente convocatoria, rescatar al viejo Isaac Ángelo de su prisión y restituirle en el trono. Estaba aún más ciego que Dandolo -su hermano le había arrancado los ojos después de deponerle- y en su día ya había demostrado su absoluta incompetencia como gobernante. Era, sin embargo, el legítimo emperador y los bizantinos debía de creer que con ello eliminaban cualquier motivo que pudiera justificar la intervención de los cruzados. Así era, pero quedaba la cuestión de las promesas que el joven Alejo había formulado ante Bonifacio y Dandolo. Isaac se vio obligado a ratificarlas, y al mismo tiempo hubo de aceptar el nombramiento de su hijo como co-emperador, hecho lo cual los francos y venecianos le reconocieron como emperador y se retiraron al lado gálata del Cuerno de Oro a la espera de la recompensa prometida.

El 1 de agosto de 1203 Alejo IV fue coronado junto con su padre, asumió el poder a todos los efectos y, de inmediato, comenzó a arrepentirse de las ofertas tan precipitadamente realizadas en Zara. Las excentricidades de su tío habían vaciado el tesoro imperial, y los nuevos impuestos que se vio obligado a instaurar fueron recibidos con abierta animosidad por sus súbditos, conscientes del destino de su dinero. Entretanto los miembros del clero se mostraron escandalizados cuando el emperador comenzó a requisar y a fundir el oro y la plata de la Iglesia y furiosos al enterarse de que pensaba someterles a la autoridad del Papa de Roma.. Su impopularidad fue creciendo a medida que el otoño daba paso al invierno, y la constante presencia de los odiados francos no hacía sino incrementar la tensión.

martes, 18 de mayo de 2010

La Cuarta Cruzada II

Inicio de las hostilidades

Nunca sabremos cómo se proponía Enrico Dandolo desviar a los francos de su objetivo conjunto. Él y sus agentes pudieron haber sido en parte responsables de haber difundido a través de los países occidentales las verdaderas intenciones de los cruzados. Desde luego pasaron a ser de dominio público en un periodo de tiempo notablemente corto. Sin embargo, se equivocaba si confiaba en que la reacción popular a aquellas noticias haría cambiar a los dirigentes de idea. Fueron los seguidores de estos quienes lo hicieron; muchos renunciaron definitivamente a la Cruzada, otros decidieron partir para Palestina por su cuenta, bien desde Marsella, bien desde la Apulia. El día señalado para la cita veneciana, el ejército que se reunió apenas alcanzaba un tercio del tamaño previamente esperado.

Para aquellos que sí habían llegado se trataba de un situación en extremo embarazosa. Venecia había cumplido su parte del trato: allí estaba la flota, compuesta por galeras de guerra y navíos de transporte, pero concebida para transportar una fuerza tres veces mayor que la congregada. Siendo tan pocos, los cruzados no tenían posibilidad alguna de pagar a los venecianos el dinero comprometido. Cuando su líder, el marqués Bonifacio de Monferrant -Tibaldo de Champagne había muerto el año anterior- llegó a Venecia se encontró con la expedición en peligro antes incluso de zarpar. No sólo los venecianos se negaban en redondo a permitir que una sola nave zarpara de puerto en tanto no hubiera llegado el dinero, sino que amenazaban incluso con cortar los suministros a las tropas que allí aguardaban apiñadas en el Lido, sin permiso para poner el pie en la ciudad.

Bonifacio vació sus propios cofres, lo mismo hicieron muchos de los otros caballeros y barones, y a todos los soldados del ejército se les apremió para que contribuyeran en la medida de sus posibilidades. Aún así faltaban 34.000 marcos de plata para alcanzar el importe de la deuda.

Mientras seguían llegando las contribuciones, Dandolo mantuvo a los cruzados en vilo. Luego, tan pronto estuvo seguro de que había obtenido de ellos el máximo posible, les hizo una oferta. La ciudad de Zara, señaló había caído recientemente en manos del rey de Hungría. Si los francos aceptaban ayudar a Venecia a reconquistarla antes de embarcarse en la Cruzada propiamente dicha, tal vez pudiera posponerse el pago final de la deuda. Se trataba de una propuesta típicamente cínica, y el papa Inocencio mandó un mensaje urgente prohibiendo que fuera aceptada tan pronto como supo de su existencia. Sin embargo, como luego comprendería, los cruzados no tenían elección.

A continuación el dogo celebró en la basílica otra de aquellas ceremonias que tan bien sabía organizar a pesar de sus años. Ante una congregación que incluía a todos los francos destacados, se dirigió a sus súbditos:

“Caballeros, os halláis en compañía de las más espléndidas gentes del mundo y dispuesto a acometer la más grandiosa empresa jamás emprendida. Yo ya soy viejo y débil; mi cuerpo está enfermo y necesito reposo. Pero sé que ningún hombre puede guiaros y gobernaros como yo, vuestro Señor. Así, si me permitís dirigiros y defenderos con la Cruz mientras mi hijo permanece en mi lugar guardando la República, estoy dispuesto a vivir y a morir con vosotros y con los peregrinos.”

Cuando le oyeron, clamaron todos al unísono “¡A Dios rogamos que así lo hagas y que vengas con nosotros!”.

Descendió del púlpito, avanzó hacia el altar, y se arrodilló allí sollozando. E hizo que le cosieran la cruz en su gran sombrero de algodón: hasta tal punto estaba decidido a que todos la vieran.

Así, el 8 de noviembre de 1202 zarpó de Venecia la cuarta Cruzada. Sus 480 naves, conducidas por la galera del dogo “pintada de rojo vivo, cubierta por un toldo rojo de seda y resonando con el estrépito de los címbalos y de las cuatro trompetas instalados en su proa”, no se dirigían ni a Egipto ni a Palestina. Tan sólo una semana después Zara fue conquistada y saqueada. La lucha que inmediatamente se desató entre francos y venecianos para el reparto del botín no auguraba nada bueno para el futuro, pero al final se hizo la paz y los dos grupos se instalaron en partes distintas de la ciudad para pasar el invierno.

El papa Inocencio, habiendo recibido noticias de lo sucedido, excomulgó de inmediato a toda la expedición. Aunque posteriormente reconsideraría su postura y limitaría su castigo a los venecianos. No puede decirse que la Cruzada hubiera empezado con buen pie.

A comienzos del año nuevo arribó un mensajero provisto de una carta para Bonifacio del rey germano, Felipe de Suabia, hijo de Barbarroja, quién también era yerno del depuesto emperador de Bizancio, Isaac Angelo. El joven hijo de este, otro Alejo, había escapado de la prisión en que estaba con su padre. Se refugió en el reino de su cuñado, allí conoció a Bonifacio. Ahora, formalmente, Felipe proponía que si la Cruzada aceptaba escoltar al joven Alejo hasta Constantinopla y entronizarle en lugar de su usurpador tío, Alejo se encargaría de financiar la subsiguiente conquista de Egipto, suministrando 10.000 soldados de sus fuerzas y costeando el mantenimiento de un retén de 500 caballeros en Tierra Santa, además de lo cual sometería la Iglesia de Constantinopla a la autoridad de Roma.

Para Bonifacio, el plan contaba con numerosas ventajas, entre otras la posibilidad de obtener unos considerables beneficios personales. Cuando le propuso la idea a Dandolo, el viejo dogo, poco sorprendido, la aceptó con entusiasmo. La excomunión no le había escarmentado en absoluto. El actual emperador había planteado tras su acceso al trono dificultades insalvables para renovar las concesiones comerciales obtenidas de su predecesor. La competencia de pisanos y genoveses era cada vez más feroz, por lo que Venecia precisaba de una acción decisiva si quería conservar su antiguo dominio sobre los mercados de este.

El ejército cruzado pareció más dispuesto a aceptar el cambio de planes de lo que hubiera cabido esperar. Los menos se negaron y partieron para Palestina, pero la mayoría se mostraron encantados de participar en un plan que prometía reforzar y enriquecer la Cruzada a la vez que devolvía a la Cristiandad su unidad original. Los bizantinos eran impopulares entre los occidentales, pues no había contribuido apenas en las anteriores Cruzadas, e incluso muchos creían que durante las mismas habían sido traicionados por los bizantinos. Y, finalmente, debió de haber varios, entre aquellos de inclinaciones más materialistas, que compartían la esperanza de su líder en cuanto a la obtención de recompensas personales. Todos ellos habían sido educados en la idea de sus inmensas riquezas, y para cualquier ejército medieval, tanto si portaba la Cruz en sus enseñas como si no, una ciudad fabulosamente rica tan sólo significaba una cosa: botín.

El joven Alejo arribó en persona a Zara a finales de abril, y pocos días después la flota zarpó haciendo escalas en Durazzo y Corfú, ciudades donde fue aclamado como el legítimo emperador. El 24 de junio de 1203, justo un año después de la reunión en Venecia, fondeó frente a Constantinopla.

lunes, 17 de mayo de 2010

La Cuarta Cruzada I

Preámbulo en Venecia

Enrico Dandolo fue proclamado dogo el 1 de enero de 1193, nadie sabe la edad que tenía, lo más probable 75 años y, también suponemos que no estaba completamente ciego. Lo que le convertiría en un veterano octogenario en la época de la cuarta Cruzada. Patriota ferviente hasta el punto de rozar el fanatismo, había pasado gran parte de su vida al servicio de la República. Por ejemplo, en 1171 tomó parte en la expedición oriental de Vitale Michiel y al año siguiente fue uno de los embajadores que encabezaron la frustrada misión de paz ante Manuel Comneno.

El cronista Godofredo de Villehardouin, que lo conoció bien, nos dice que “aunque sus ojos mostraban un aspecto normal, no era capaz de distinguir la mano frente a su rostro debido a que había perdido la vista como resultado de una herida en la cabeza”. Sea como fuere, ni la edad ni la ceguera parecen haber menoscabado en lo más mínimo la energía y la capacidad de Dandolo quién, a las pocas semanas de su elección, había lanzado una nueva campaña para la reconquista de Zara. Pisa y Brindisi acudieron en ayuda de esta última y durante varios años, los venecianos tuvieron que esforzarse enormemente para conservar su poder en el Adriático. La situación se vio agravada cuando, el día de Navidad de 1194, el emperador germano Enrique VI asumió la corona de Sicilia en la catedral de Palermo. Con ello concluía a todos los efectos el reino normando-siciliano.

Se trataba de la posibilidad que más había inquietado a los venecianos, y lo que sabían de Enrique no les servía de consuelo alguno. Su objetivo no era otro que destruir el Imperio Bizantino, agrupar el antiguo Imperio Romano bajo su mando y luego expandirlo aún más añadiéndole un gran dominio mediterráneo que, tras una nueva Cruzada, debía incluir Tierra Santa. Ahora parecía posible, tras diez años de caos, en 1195, el emperador Isaac II fue destronado, cegado y encarcelado por su hermano Alejo, un megalómano débil, inestable e incapaz, que le sucedió con el nombre de Alejo III. Tierra Santa estaba madura para ser conquistada, Saladino había muerto y los árabes estaban desunidos. Por supuesto, una potencia marítima independiente no podía ser dejada aparte de la reunificación imperial. Por suerte para los venecianos, el emperador Enrique Barbarroja murió en Mesina en 1197 a los 32 años.

Con ambos imperios carentes en la práctica de un timonel que los guiara, con la definitiva desaparición de la Sicilia normanda, con los problemas sucesorios en Francia e Inglaterra, el papa Inocencio carecía en Europa de rivales seculares. La organización de una Cruzada era una aspiración muy profunda en su corazón, sólo necesitaba unos nobles segundones que pudieran encabezar el alistamiento. Entonces recibió una misiva del conde Tibaldo de Champagne.

Era el año 1199, el joven Tibaldo, 22 años y nieto de Luis VII y sobrino tanto de Felipe Augusto como de Ricardo Corazón de León, los grandes reyes que dirigieron la Tercera Cruzada, era enérgico y ambicioso y se hallaba imbuido de un genuino fervor religioso, celebraba un torneo en su castillo cuando se vio interpelado por el predicador Fulco de Neuilly, quién recorría Francia en busca de cruzados. Inmediatamente despacharon un mensajero para comunicar al papa Inocencio que habían abrazado la Cruz.

El principal problema era de carácter logístico: Ricardo Corazón de León había hecho saber que en su opinión, Egipto constituía el punto más débil del Oriente musulmán, y que allí debería dirigirse cualquier futura expedición. Resultaba claro que el nuevo ejército habría de viajar por mar, y que precisaría de un número de navíos que tan sólo una fuente podía suministrar: la República de Venecia.

Durante la primera semana de Cuaresma de 1201 llegó a Venecia un destacamento de seis caballeros encabezados por Godofredo de Villehardouin, mariscal de Champagne. Se convocó una reunión especial del Gran Consejo en la que los recién llegados expusieron sus necesidades y, ocho días después, obtuvieron respuesta. La República proporcionaría los medios de transporte necesarios para 4.500 caballeros con sus respectivas monturas, 9.000 escuderos, 20.000 soldados de a pie y provisiones bastantes para nueve meses. El precio sería de 84.000 marcos de plata y, adicionalmente, la República suministraría a su cargo cincuenta galeras completamente equipadas, con la condición de recibir a cambio la mitad de los territorios conquistados.

Parece ser que durante las deliberaciones el dogo Dandolo consultó en varias ocasiones tanto con los Cuarenta y los pregadi como la opinión del Gran Consejo, sin embargo, en cuestiones de tanta importancia seguía siendo necesario un arengo. Reunió al menos a 10.000 hombres en la iglesia de San Marcos para oír misa y pedir a Dios que los guiara. Acabada la misa, los enviados de Champagne volvieron a pedir la ayuda de Venecia. Luego, el dogo y el pueblo alzaron las manos y gritaron todos a una, “¡Concedido, concedido!”.

Al día siguiente se firmaron los contratos, en ellos no se hizo ninguna mención a Egipto. Godofredo nos dice que, tanto él como sus colegas, tenían miedo que de saberse el destino no conseguirían suficientes adhesiones – luego se vería que con razón-, dado que Jerusalén era el único destino legítimo para un cruzado. Además, una expedición a Egipto significaba un desembarco en tierra hostil en lugar de una apacible arribada al Acre cristiano y la ocasión de recobrar fuerzas antes de entrar en batalla. Los venecianos, por su parte, habrían estado encantados de guardar el engaño, pues también ellos guardaban un secreto propio: en esos mismos momentos sus propios embajadores estaban en El Cairo ocupados en discutir un acuerdo comercial sumamente rentable con el virrey del Sultán, a quién le comunicaron que Venecia no tenía intención de participar en ningún ataque sobre territorio egipcio.

Se acordó que todos los cruzados debían estar en Venecia el 24 de junio de 1202, día de San Juan, fecha en que estaría lista la flota.

martes, 11 de mayo de 2010

Colombia ataca España

Cuando murió Fernando VII, dejó tras sí un país totalmente arruinado económica y moralmente. Especialmente en el conflicto entre España y sus colonias, se notó muchísimo ya que los caudales para el mantenimiento de la Armada lo aportaban los virreinatos americanos ahora sublevados. Sumando esto a las disensiones políticas interiores y a las secuelas de seis años de guerra contra el invasor francés, puede explicarse el hundimiento de un Estado que veinte años atrás era la tercera potencia marítima mundial. Era imposible para España volver a hacerse con el control del continente enfrentándose a las nuevas repúblicas ya reconocidas por la Gran Bretaña y los Estados Unidos de América, verdaderos beneficiarios del nuevo orden existente.

Durante el periodo de gobierno de los liberales se intentó llegar a la paz con las colonias, pero cuando cambió el gobierno y entramos en la Década Ominosa, los fundamentalistas querían que se reconquistase las tierras perdidas, pero sin construir naves nuevas ni pagar a las tripulaciones. Los efectivos de la Armada Real fueron disminuyendo paulatinamente a medida que transcurría el tiempo. Los buques que se daban de baja por estar totalmente deshechos no se reponían. Los responsables y jefes de la Armada no cesaban de exponer la situación, p.e. Tras diez meses de incomunicación por la falta de navíos y por el bloqueo de los corsarios colombianos, liberales y contrabandistas, el comandante general de las Canarias había logrado recibir la correspondencia por medio de un navío inglés. La amargura y desánimo eran generales en todos los estamentos de la Real Armada (L. M. de Salazar, Madrid 23 de junio de 1826).

Este era el penoso panorama existente en 1826, cuando hicieron su aparición ante las costas españolas los corsarios colombianos con buques casi siempre nuevos, bien armados y pertrechados.

Ese mismo año el Congreso de Panamá se pronunció a favor de abolir el corso, pero al mismo tiempo se convino hacer los preparativos necesarios para intentar anular el dominio español en Cuba y Puerto Rico. Colombia, entendido como el antiguo Virreinato del Perú, tenía un navío de línea y cuatro fragatas, y su ejército de tierra apenas sumaba 11.500 hombres repartidos en 5.000 en Perú, 3.400 en Venezuela y 3.100 en Santa Fe, así que decidió, a pesar de lo firmado en Panamá, dar patentes de corso a diversos aventureros norteamericanos, en cuyas tripulaciones había parte de hispanoamericanos. El fin de estos corsarios era intentar paralizar el comercio interceptando los navíos españoles o los neutrales que llevasen mercancías españolas. El ámbito de actuación fueron las inmediaciones de la Península e incluso ataques a lugares costeros. Con la reducción de la Real Armada proliferaron los contrabandistas en Galicia y en la Zona del Estrecho apoyándose en Gibraltar donde se concentraban y repostaban impunemente.

El Consejo de Estado sentía una especial preocupación por el Estrecho por dos razones esenciales: la protección de una zona en la que confluían importantes rutas marítimas y la vigilancia de Gibraltar. Ya en octubre de 1825 se había hecho un presupuesto para reparar las torres vigías desde Cádiz a Málaga.

Con la reparación de las torres vigía poco a poco empezaron a remitir los ataques, por las directrices que iban tomando los acontecimientos, como el que se hiciera caso de los acuerdos del Congreso de Panamá sobre la supresión del corso, y porque las pocas unidades activas de la Armada establecieron un control más serio en la zona del Estrecho. La oleada masiva había remitido, aunque aún se producirían casos aislados, más o menos espectaculares. A fines de septiembre de 1826 sólo quedaba un navío con patente de corso colombiano que había hecho numerosas presas en el golfo de Cádiz.

Autor: Fernando Serrano Mangas, Revista de Historia Naval nº 2, 1983

viernes, 7 de mayo de 2010

Una de piratas

Un marino mercante venía a ganar unas 20 libras al año allá por el año 1700; un pirata que tuviese un viaje afortunado podía ganar de 1.500 a 2.000 libras de una vez. Pero....

Los piratas codiciaban las joyas preciosas, el oro y la plata. Espcialmente deseaban las monedas que fácilmente divisibles en partes iguales. Aunque la mayoría de las veces el botín consistía en mercancías.

Como ejemplo podemos hablar de Calico Jack Rackham quién en un viaje de dos años capturó más de 20 naves, casi todas embarcaciones de pesca y pequeños mercantes. De una goleta consiguió “50 rollos de tabaco y nueve bolsas de pimientos secos”. También capturó: pares de medias de seda. Dos libro de papiro. Unos platos grandes de plata.

Además, por la sobreabundacia de tripulación en un barco pirata, para los piratas era un festín o el hambre.............a menudo esto último.

Cuando iban a tierra o capturaban un buque con una despensa bien surtida, exhibían su predilección por un sabroso plato llamado salmagundi. Una corrupción del francés medieval salemine, que significaba curado o muy condimentado.

Como base podía incluir cualquiera o todos los requisitos siguientes: carne de tortuga, pescado, cerdo, pavo, vaca, jamón, pato y paloma. Las carnes se asaban, cortaban en pedazos, se marinaban en vino con especies y luego se las mezclaba con repollo, anchoas, arenque en salmuera, mangos, huevos duros, corazón de palmitos, cebollas, aceitunas, uvas y cualquier otra verdura en salmuera que hubiera disponible. El conjunto luego se condimentaba mucho con ajo, sal, pimienta y semillas de mostaza aliñándolo con aceite y vinagre....
servido con jarras de cerveza y ron.



“En un servicio honesto hay raciones escasas, salarios bajos y trabajo duro; en éste, abundancia y hartazgo, placer y comodidad, libertad y poder; y quién no desnivelará la balanza de este lado, cuando todo el peligro que se corre por él, en el peor de los casos, es sólo una agria mira a morir ahorcado. No, mi lema es una vida feliz y breve.” Bartholomew Roberts.