jueves, 11 de febrero de 2010

Asedio al Alcázar

Como esta es mi página, puedo escribir lo que me de la gana. Así que hoy, además del primer viaje de Colón, hay un pequeño relato. Es malillo, pero lo escribí hace varios años. El archivo está fechado en mayo del 2006, cuando estaba sin trabajo y leía mucho. Cuando volverán esos tiempos. Con un niño en camino, quien sabe, mandaré a Yaye a trabajar y yo me quedaré en casa con el rorro.

No he querido retocar nada. Así que leedlo con benevolencia.

Empezamos:


- ¡Eh tú, fascista!. ¿sigues vivo?.

- ¡Claro que sí!. Estoy enseñándole a tu mujer como son los hombres de verdad.

Una descarga de fusilería respondió a estas palabras. Aún así se escuchó una risotada llegada desde la posición de los falangistas. Llevábamos 25 días asediando el Alcázar, y los fascistas resistían como el primer día.

Veinticinco días viniendo a Toledo desde Madrid. Con las primeras luces del día cogíamos el tren en Atocha, como si fuésemos a la romería, cantábamos y bebíamos todo el camino. Al llegar a Toledo descendíamos en tropel y subíamos hasta la Plaza de Zocodover sin preocuparnos de los pacos que se oían. Nos repartíamos por las distintas posiciones que cercaban los dos lados más expuestos del Alcázar y nos pasábamos el día disparando contra los fascistas. Gritábamos de alegría cuando un obús bien dirigido hacía caer un trozo de muro del edificio. Silbábamos cuando los disparos de los artilleros se quedaban cortos. Piropeábamos a las milicianas y perseguíamos a las toledanas que nos traían comida y bebida.

El verano transcurría plácidamente a pesar del gran calor que caía sobre la ciudad imperial. Las noticias de los frentes eran muy buenas, los fascistas estaban retrocediendo en todos los sitios. Cuando se encontraban con los milicianos los soldados abandonaban a sus mandos y se pasaban al lado del pueblo. Los mandos fascistas no sabían como impedir que los buenos españoles les abandonaran. ¡Sólo confían en los moros y en los legionarios! ¡Sodomitas, criminales y alcohólicos!.

Ayer domingo no estuve en Toledo, había conocido a una miliciana alicantina que acababa de llegar a Madrid, y estuve enseñándole los puestos de bebidas del Manzanares. Estuvimos todo el día bailando en la verbena, y por la noche. ¡ahh!, la noche fue maravillosa. Tan maravillosa que esta mañana, casi no llego al tren. Alcancé el último vagón de puro milagro, los cabrones que estaban arriba se reían de mí mientras corría por la vía. Al final me echaron una mano y pude subir.

Al estar en el último vagón, cuando llegamos a Toledo las mejores posiciones ya estaban ocupadas por los madrugadores. Tuve que recorrer todo el perímetro que teníamos cubierto en los dos lados hasta llegar a uno de los flancos que da al río, donde la pendiente es muy grande, que apenas están cubiertos por nuestros hombres. En el camino me uní a dos hombres y tres mujeres que vestían el gorro rojo y negro de los anarquistas. Yo no tengo carnet de ningún partido todavía, pero no creo que me una a los anarquistas. Aunque sí estoy a favor del amor libre.

Llegamos al límite de la zona cubierta por nuestros milicianos, nos apostamos tras unas piedras. Debían haber formado parte de una pequeña caseta que habían quemado los fascistas para que no sirviera de apostadero para las tropas leales. No parecía que los fascistas estuviesen preocupados por que este lado pudiésemos atacar. El muro de la fortaleza estaba quemado, las ventanas del primer piso estaban tapiadas con maderos. No parecía que hubiese ningún fascista vigilando este lado.

Acabábamos de aposentarnos como buenamente pudimos cuando escuchamos el grito del miliciano y la respuesta chulesca del fascista. Dos de las mujeres se rieron bastamente al oir el comentario. La otra sacó una botella de tinto y un trozo de queso y comenzó a partirlo, mientras uno de los hombres sacaba un vaso de hojalata de su bandolera. Yo saqué un poco de papel de liar y un bolsito de tabaco. Repartí y empezamos a liar los cigarrillos.

Desde donde estábamos se vigilaba bastante trozo de la fachada sur de la fortaleza y sin que tuviésemos que asomar mucho la cabeza. Encendimos los cigarrillos y compartímos el vino.

Uno de los hombres llevaba un enorme sombrero mejicano. Se llamaba Juan Fernández y me contó que su padre había emigrado a Méjico cuando los gringos lo liberaron después de la guerra de Cuba, ya que no quiso volver a España y él había nacido en un sitio llamado Sinaloa junto a la frontera de los Estados Unidos.

¿Has estado en Hollywood?- le pregunté muy animado.
- No. He trabajado en el Valle de San Fernando recogiendo la cosecha, pero la policía gringa es muy fascista. Como la de aquí. No dejaban que los mejicanos pasearan por los barrios de los blancos.
- ¿Pero? ¡ tú eres blanco!- respondí sorprendido.
- Para los gringos somos de piel oscura - Se echó a reír con grandes carcajadas. - Nos trataban como basura. Así que cuando pude, cogí un barco y vine a la Madre Patria.

Me quedé sorprendido y sin creer del todo lo que me contaba. Sabía que en los Estados Unidos todo el mundo podía llegar a lo que quisiera, siempre que trabajara duro y respetara la ley. No pasaba como aquí que el amo te pisaba el cuello y no te dejaba vivir; y si protestabas la Guardia Civil venía a por tí.

Las mujeres estaban hablando de lo que sería la vida cuando los fascistas fuesen derrotados y todos fuéramos libres. Se escuchaban los paqueos esporádicos de los tiradores fascistas. Teníamos poco que hacer, los mineros asturianos que estaban excavando para minar la torre sur estaban en el otro extremo de nuestra posición. Por este lado no había apenas movimiento de los fascistas pero sabíamos que estaban vigilando por si intentábamos atacar.

- ¡Eh, tú rojo cabrón!.

El grito nos sorprendió terriblemente. Cogimos nuestros fusiles y apuntamos por encima de los escombros. Pero no sabíamos a donde apuntar. Sólo veíamos la pared quemada y las ventanas tapiadas.

- ¿Qué pasa, rojo? ¿te has cagao en los pantalones?.
- ¡Asómate fascista!. Te voy a cortar los huevos.
- ¡Ja!. Ven aquí si eres valiente. Pero ya veo que estaís mejor ahí comiendo y bebiendo con esas putas.

Las milicianas se pusieron de pie con los brazos en jarras y empezaron a mentar a la madre y las hermanas de nuestro oculto interlocutor. Les hicimos gestos para que se agacharan pero no nos hicieron caso. Por algún extraño motivo, el fascista no les disparó a pesar de estar totalmente al descubierto.

Una de las mujeres levantó su fusil y disparó hacia una de las ventanas, las otras dos la imitaron. Juan y yo intentábamos ver desde donde nos apuntaba el fascista pero no podíamos localizarlo. Al oír los disparos se acercaron corriendo unos milicianos que estaban unos metros más allá, echaron cuerpo a tierra y empezaron a disparar sin ton ni son hacia el edificio.

- ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!. El que gritaba era un miliciano con pañuelo anarquista al cuello, que llevaba una gorra militar con una estrella de ocho puntas. Parecía el jefe del grupo. Poco a poco los hombres dejaron de disparar. Me dí cuenta de que los fascistas no habían devuelto el fuego.

- ¡Eh, rojos! Vais a perder. Nuestras tropas están avanzando muy rápidamente. ¡Tomarán Toledo mañana.!

Estas palabras enfadaron a los milicianos que volvieron a disparar anarquicamente. El jefe tardó un rato en conseguir que parasen el fuego.

- ¡Tú, fascista!. Eso es mentira. Nuestras tropas están superando a las vuestras en todos los frentes. Los únicos que resisten algo son los putos moros y los legionarios extranjeros.

- ¡Mentira!. Aquí escuchamos la radio de Portugal. Nuestros hombres están liberando el Sur de España de los asesinos comunistas.

Habiamos estado escuchando en silencio, más sorprendidos que asustados o preocupados. De pronto Juan el mejicano se puso de pie y saltó el parapeto dirigiéndose hacia el edificio.

- ¡Eh, tú!. Yo soy del pueblo, y lo que estas haciendo es llenar los bolsillos de los patrones y los explotadores de nosotros los trabajadores.

- No seas estúpido. Eso es propaganda de los comunistas. Quieren hacerte esclavo de los rusos.

Juan se fue acercando al edificio; seguía gritando, nos quedamos mirando con cara de estupor, Esperábamos que surgiera un fusil por un boquete y le descerrajara un tiro en el pecho. Pero no ocurrió nada. Estaba allí a pocos metros de la pared, con sus pantalones oscuros y su camisa blanca sin cuello, y ese sombrero mejicano tan grande colgando en su espalda. Todos los milicianos estábamos mirando con la boca abierta a ese loco gritándole al muro.

- Lo único que echamos en falta es el tabaco. Por lo demás resistiremos hasta que lleguen nuestros camaradas.

- ¿Cómo que tabaco?. ¿Qué dices?. ¡Fascista de mierda!.

Juan se dio la vuelta y vino rápidamente hasta donde teníamos nuestras cosas. Se puso a revolver en el lío que le hacía las veces de petate. Cogió algo y se levanto con cara sonriente.

- ¡Eh, fascista! Sal de ahí. Te juro que nadie te disparará.

Nos hizo gestos de que nos levantáramos y poco a poco le obedecimos. Miré a mi alrededor: todos los milicianos y las mujeres estaban de pie con sus fusiles apuntando a tierra. Todos a pecho descubierto, sin pensar en el peligro.

Un golpe seco hizo que una madera que tapaba una de las ventanas del primer piso cayera revoloteando al suelo. Levantamos las miradas, nadie movió sus fusiles. Se escuchaban los zambombazos de los artilleros golpeando los muros de la otra parte del Alcázar. Se asomó una cara pecosa, nos miró y dejó caer una cuerda que llevaba hecha nudos cada pocos metros. Vimos aparecer unas piernas y luego un tronco que llevaba una camisa azul, la cabeza estaba descubierta, un pelo rubio muy sucio. Cuando llegó al suelo se volvió y vimos a un joven, casi un niño. No podía tener más de quince años.

Se quedó quieto junto a la cuerda, como si pudiese volver a trepar por ella si se sentía en peligro.

- ¿Que has dicho del tabaco?. Le gritó Juan.

- Que si tuviésemos tabaco no podríais entrar en el Alcázar. - gritó el joven.

Su voz tenía un poco de temblor pero no era de miedo. Era más bien de orgullo, estaba dispuesto a arrostrar con lo que el destino le tuviese preparado sin retroceder un paso.

- Estáis ahí bebiendo y fumando mientras nosotros no tenemos casi nada. Llevo cuatro días sin lavarme. Pero lo aguanto todo por el bien de España.

- ¡No seas estúpido! ¡Esos que te mandan no quieren el bien de España!. Sólo se preocupan por su propio bien, y por el de sus amigotes alemanes y italianos. ¡Vas a morir por los señoritos!.

- ¡No!. ¡Eso es mentira!. El joven se mantenía firme mientras que Juan se iba exaltado más.

Oímos unos gritos dentro del edificio. Aparecieron en la ventana dos cañones de fusiles. Los milicianos levantaron sus armas y apuntaron al joven y hacia la ventana. Parecía que se acababa la tregua.

- ¡Alto! ¡Alto!. ¡Que nadie dispare!. Los gritos venían de Juan que levantó los brazos para tranquilizar a los fascistas que estaban en la ventana, y luego se volvió hacia nuestros hombres para que nadie empezara a disparar.

Juan empezó a andar hacia el joven falangista, cuando llegó a su altura le alargó la mano. El joven se la apretó sin dudar. Los dos se miraron a los ojos. Era extraño ver a aquel joven de la camisa azul mirando al hombretón del sombrero mexicano. Los dos se sonrieron y se abrazaron. Juan le ayudó a encaramarse. Se quedó sujetando la cuerda para que pudiera subir con menos problemas. Los camaradas del joven le ayudaron en el último tramo. Comenzaron a retirar la cuerda. Cuando llegó arriba, el joven se asomó y saludó a Juan, todavía con la sonrisa en el rostro.

Juan se volvió y anduvo hasta nuestro parapeto despreocupadamente. Antes de llegar, se volvió y saludó a los fascistas antes de que terminaran de tapiar la ventana. Cogió el sombrero mexicano y se inclinó hasta casi tocar el suelo con el ala del sombrero. Después se lo encasquetó hasta los ojos tranquilamente, llegó y se sentó a mi lado.

Los milicianos parecieron volver a la vida, hablaban y sonreían, las mujeres besaban a sus hombres. No parecía que estuviéramos en una guerra, matándonos unos españoles a otros. Volvieron a su posición. Nos quedamos en nuestro escueto parapeto, fumando y bebiendo.

- ¿Qué le diste?. Le pregunté.

- ¿Cómo dices?

- No disimules. Te vi coger algo y se lo diste a ese muchacho.

Se echó a reír y me miró con un brillo pícaro en los ojos.

Todo el tabaco que teníamos.

Me eché a reír a carcajadas.


FIN

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