Para nosotros un torneo medieval tiene un marco más o menos formal: dos caballeros se enfrentan el uno al otro en una justa, con sus lanzas en posición horizontal; a continuación se produce un choque y las lanzas de madera se astillan en el momento en que cada uno golpea a su adversario; un ruido sordo se escucha cuando uno de los combatientes cae al suelo; quien ha resultado triunfante es aclamado por la multitud que se agolpa en las tribunas luciendo sus mejores galas.
Este cuadro quizá resulte creíble en el siglo XIV, pero antes de esa época los encuentros eran mucho más caóticos y bastante más brutales.
En el siglo XII, antes del comienzo de la Cuarta Cruzada, los torneos eran acontecimientos desordenados y anárquicos, aderezados con sangre y venganzas. No tenían lugar en recintos cerrados como la liza de las justas, sino que se desplegaban por un territorio de muchas hectáreas. Por lo general, el campo de batalla estaba definido por dos poblaciones o castillos. Era necesario un espacio tan abierto porque era muy inusual que los hombres lucharan individualmente y lo común era que los combatientes se dividieran en dos grupos de hasta 200 caballeros cada uno. La formación de los grupos era, con frecuencia, reflejo de alianzas políticas verdaderas y podía convertirse en motivo de tensiones muy agudas. El torneo comenzaba con una carga con lanzas. Los dos grupos salían disparados el uno contra el otro a gran velocidad, y los gritos de los hombres se mezclaban con el estruendo de los cascos y el traqueteo de los arneses. Venía luego el tremendo impacto que producía el encuentro de los contingentes, el ruido sordo de los cuerpos chocando entre sí, el violento sonido del metal contra el metal, la carne cediendo al impulso de la carga, los primeros gritos de los heridos. Entonces estallaba la lucha cuerpo a cuerpo y los golpes hacían repicar los yelmos con gran estrépito. No era inusual que los hombres resultaran heridos; en algunos casos alguien moría.. Las reglas eran muy pocas y, además, no había árbitros. El combate podía degenerar en tumulto o refriega más seria, un enfrentamiento caótico en el que el grupo que consiguiera mantener mejor el orden era el que tenía mayores posibilidades de hacerse con la victoria. No se tenía en cuenta el entorno en que se producía el combate: huertas, viñedos y cosechas eran pisoteados o arrasados; los caballeros podía utilizar un granero u otras edificaciones para esconderse y preparar emboscadas, y las calles de un pueblo podían de repente convertirse en escenario de una contienda a gran escala.
El propósito de estas brutales confrontaciones era practicar y prepararse para la guerra de verdad, y la única diferencia entre ambas actividades era que aquí el objetivo no era matar al oponente sino capturarlo. Por supuesto, en el calor del combate – y también cuando alguien se topaba con un viejo adversario- las espadas quizá llegaban a blandirse con demasiada dureza y alguien podía perder la vida. Otros podía quedar lisiados por accidente: el conde Godofredo de Bretaña, hermano pequeño de Ricardo Corazón de León, murió en un torneo en 1186. La desgracia podía sorprender a un hombre dejándolo atrapado en su armadura. Guillermo el Mariscal, el guerrero más grande de su época (1145?-1219), en un torneo especialmente duro desapareció sin que nadie se diera cuenta. Cuando terminó el combate y los contendientes volvieron a sus reales, alguien se dio cuenta de la falta del Mariscal. Después de mucho rato de búsqueda, consiguieron localizarlo en la herrería local, doblado sobre la forja y sometido a los golpes del herrero, que intentaba retirarle el yelmo, tan deformado que nadie había podido quitárselo de la cabeza.
El trepidante combate de un torneo ofrecía, de lejos, la preparación más realista para la guerra de verdad que cualquiera pueda imaginar. Los torneos eran enormemente populares en el norte de Francia y en Flandes, mucho menos en el sur de Francia y prácticamente desconocidos en Italia
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