Uno de los objetos más utilizados de manera cotidiana en los últimos cien años ha sido la humilde cerilla.
Hasta épocas recientes, el fuego se lograba al golpear un eslabón de hierro contra un pedernal, lo que producía la chispa que prendía la yesca, pero a principios del s. XIX comenzaron a buscarse alternativas para este sistema.
En 1812 se probó una pajita impregnada de azufre y cubierta con una cabeza compuesta de clorato potásico y azúcar. Para que esta rudimentaria cerilla prendiera, era necesario que entrase en contacto con un concentrado de ácido sulfúrico contenido en una botellita de amianto.
Como casi todo en el mundo de la ciencia, la casualidad hizo que en 1826 el farmacéutico inglés John Walter, mientras experimentaba con la fabricación de explosivos, observase que una gota se había quedado solidificada en el extremo de un palito de remover. Para eliminarla, la frotó enérgicamente contra el suelo de piedra y, repentinamente, ardió: había nacido la cerilla de fricción.
Sin mucho éxito intentó comercializar una mezcla compuesta por sulfuro de antimonio, clorato de potasio, goma y almidón, acompañada de un pedazo de papel de lija doblado. No lo patentó y sí lo hizo Samuel Jones, quien comenzó a comercializarlas con el nombre de Lucifers. Este nombre comercial en los países anglosajones se convirtió en un sinónimo de cerilla
El siguiente paso consistió en sustituir el sulfuro de antimonio, que olía realmente mal, por fósforo blanco, se hizo en 1830. A pesar de que el fósforo blanco es altamente tóxico para el ser humano.
A partir de 1844, dos químicos suecos desarrollaron los fósforos de seguridad, incluyendo el fósforo rojo en lugar del blanco, ya que aquel no es tóxico aunque sí prohibitivamente caro. Al año siguiente se consiguió la sintetización del fósforo rojo amorfo lo que permitió, diez años después, comenzar la producción masiva de estas cerillas, las cuales recibieron un premio en la Exposición Universal de París de 1855.
Faltaba un paso más, la superficie de frotación, en 1898 dos químicos franceses sintetizaron el sesquisulfuro de fósforo, lo que permitió desarrollar unas cerillas que no prendía de manera espontánea, que no eran venenosas y que al frotarlas contra una superficie rugosa entraban en combustión. Nuestros actuales fósforos.
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