Minas de Pánuco, Zacatecas (México), 1549 – Guadalcanal (Sevilla) 1626
El norte de Nuevo México era, aún a finales del s. XVI, un territorio casi sin explorar. También, en el acervo de los mitos, era el lugar en el que se encontraba la prodigiosa ciudad de Quivira, en la que esperaban tesoros de incalculable valor para aquellos arriesgados que se decidieran a encontrarla.
En el año 1595 Juan de Oñate, hijo del conquistador Cristóbal de Oñate, que fue gobernador de Nueva Galicia, nacido en México y casado con Isabel de Tolosa, nieta de Hernán Cortés, obtuvo permiso de la Corona para explorar y conquistar aquellas tierras, sólo hollada por algunos misioneros franciscanos.
Consiguió de su amigo Luis de Velasco, virrey de México, una financiación notoria, avalada por sus propios bienes materiales y que atrajo a cientos de personas. Entre soldados - muchos de ellos indígenas tlaxtaltecas -, religiosos y colonos, llegaron a formar una columna de casi quinientos integrantes.
Partieron de Santa Bárbara, cruzaron el río Gila y llegaron al Balsas, donde fundaron San Francisco (hoy Chamita), para trasladarse luego a San Juan, donde quedó parte de la expedición. La otra parte siguió hasta el río Conchos, cruzó el Paso del Norte, por él descubierto, y alcanzó el famoso río fronterizo que los del norte llaman Bravo y los del sur Grande. Animados por la poca oposición que encontraban entre los indígenas siguieron hasta Acoma, la ciudad de las Nubes. Allí todo cambió: la resistencia de los valerosos nativos se hizo notar y sólo la superioridad militar de los españoles le dió la victoria.
Amanecía el nuevo siglo y el control de Nuevo México era ya total. El criollo Oñate se había convertido en el gobernador de ese territorio, pero quiso explorar más, así que fue hacia las llanuras de Kansas y, siguiendo por el curso del Pecos, llegó a Texas y por el del Colorado a Oklahoma, para tomar luego rumbo sur y tocar las fértiles tierras del golfo de California, donde fundó la ciudad de Santa Fé en 1605.
Sus riquezas eran ya inmensas y
las envidias que suscitó también. Por eso fue acusado de
desobedecer las órdenes del virrey y se le obligó a regresar a la
capital virreinal para ser juzgado. Oñate fue declarado inocente de
las causas que se le imputaban, pe aun así, fue desposeído de sus
bienes. Estaba claro que había sido objeto de una intriga política.
Su idea de la colonización se llevó a cabo, pero sin él.
Frustrado, regresó a España, donde el rey Felipe IV ordenó el
reembolso de sus bienes y finalmente, en 1624, fue designado
inspector de minas del reino, u
n cargo sin remuneración pero de gran
prestigio y autoridad.
Murió visitando las minas de Guadalcanal.
Ultimamente su figura ha sido ensalzada en los EEUU y México con la creación de la Fundación Hispanoamericana Juan de Oñate y la estatua ecuestre de 16 metros de altura que se inauguró en la ciudad fronteriza de El Paso en Nuevo México en el año 2007.
Para saber más: El legado de Juan de Oñate: los últimos días del Adelantado. José Antonio Crespo-Francés y Valero. Arboleda Ediciones. Sevilla, 2003
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