El año 1504 marca la primera incursión a gran escala de los piratas berberiscos, suma de los habitantes del norte de África más los musulmanes expulsados pocos años antes de España. Esta incursión sembró en todo la Cristiandad una alarma no menos grande que el avance de los turcos por el valle del Danubio.
El Papa Julio II había enviado dos de sus más grandes galeras de guerra, poderosamente armadas, con la misión de escoltar en envío de valiosas mercancías de Génova a Civitavecchia. El buque que iba a la cabeza navegando varias millas delante y fuera de la vista del otro, costeaba la isla de Elba cuando de pronto vió aparecer una galeota. No teniendo motivos para sospechar, prosiguió su ruta con toda tranquilidad. El capitán, Paolo Víctor, no tení por qué temer la presencia de piratas en aquellos parajes, y de cualquier modo no solían atacar sino a barcos pequeños. Pero bruscamente, la galeota arrumbó hacia la galera papal, y el italiano vió que su puente hormigueaba de turbantes.. Sin que se oyese un grito y aún antes de que la galera tuviese tiempo para defenderse una lluvia de flechas y otros proyectiles se abatió sobre su puente obstruído de mercancías, y algunos instantes más tarde los moros se lanzaban al abordaje, conducidos por un jefe rechoncho, distinguido por una barba de un rojo llameante. En un abrir y cerrar de ojos, la galera estaba capturada, y los supervivientes se veían empujados como ganado al fondo de la bodega.
Entonces, el capitán de la barba roja puso en ejecución la segunda parte de su programa, la captura de la otra galera papal. Algunos de sus hombres pusieron objeciones a esta tentativa: la tarea de guardar la presa tomada parecía suficiente. Con ademán imperioso, el jefe les impuso silencio; ya tenía combinado un plan para valerse de su primera victoria como medio de ganar una segunda.
Hizo desnudarse a los prisioneros y disfrazó con sus ropas a sus propios hombres, los colocó en puestos muy visibles por toda la galera; después tomó la galeota a remolque, haciendo creer a los marinos del otro buque papal que sus compañeros habían hecho una presa. El simple ardid tuvo éxito. El segundo buque se aproximó con gritos de júbilo por parte de la tripulación. De pronto, una granizada deflechas y piedras los dejó mudos por un instante; gritos de abordaje, y al cabo de unos minutos, los marinos cristianos se hallaban encadenados a sus propios remos, reemplazando a los esclavos puestos en libertad.
En menos de dos horas, las tres naves pusieron rumbo a Túnez.
Esta fue la primera aparición de Arudj-el-Din, conocido como Barbarroja, el mayor de dos hermanos, hijos de un alfarero griego de la isla de Mitilene, que iniciarían una de las sagas familiares más sangrientas de la piratería de la edad moderna.
El rey Fernando de Aragón, ahora reconocido jefe de la Cristiandad, y en su calidad de soberano consorte de la potencia naval más grande del mundo conocido y, a la vez, la mayor víctima de los piratas, asumió la responsabilidad de domar a los antiguos amos de España. Bloqueó, a la cabeza de una poderosa armada, la costa africana, y ala cabo de dos años, 1509-1510, logró reducir Orán, Bugía y Argel, las tres principales fortalezas de los piratas berberiscos. Al firmar la paz, los argelinos aceptaron pagar al rey católico, como garantía de su futura buena conducta, un tributo anual, y Fernando tuvo cuidado de robustecer tal garantía construyendo una sólida fortaleza en la isla del Peñón, frente al puerto de Argel.
Imagen de Argel en el s. XVI, con el fuerte español en primer lugar
A la muerte del rey Católico, en 1516, los argelinos se atrevieron a atacar el fuerte del Peñón. Ante la insuficiencia de recursos por parte argelina, estos invitaron a Arudj Barbarroja a unirse al ataque. Este aceptó de buena gana, llegó acompañado por su hermano Kair-ed-din, el Jeredín Barbarroja de las crónicas cristianas, quién pronto le sucedería superando su fama.
Arudj, viendo la debilidad de los argelinos, estranguló al bey de Argel y tomó para sí todo el poder de la ciudad, convirtiéndose, nominalmente, en vasallo del sultán de Estambul.
La reducida guarnición española del Peñón continuó sosteniendose. Una armada enviada por el regente cardenal Ximénez de Cisneros, en 1517, fue derrotada; los moros pusieron en fuga a siete mil veteranos españoles, en tanto que la escuadra se hundió destrozada por un tormenta. La guarnición no desfalleció y siguió resistiendo. Los moros no pudieron tomarla hasta 1529, después de ¡13 años! de asedio continuado.
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