Como todos los imperios, cuando los incas llegaban a dominar un territorio establecían los correspondientes tributos, en su caso consistentes en la prestación de servicios personales obligatorios, ya que no conocían la moneda.
A los pueblos sometidos, evidentemente, no les hacía gracia, pero no les quedaba más remedio que conformarse. Pero los Uros, un pueblo que habitaba las riberas del lago Titicaca, encontraron una vía para eludir los tributos. Como les dijeron que todos los que vivían en las tierras del Tahuantinsuyo (el nombre quechua del imperio) debían pagar el tributo, decidieron ir a vivir fuera de tales tierras.
Parecía imposible, ya que el lago Titicaca (situado entre los actuales Perú y Bolivia) se hallaba muy lejos de las fronteras exteriores del Tahuantinsuyo. Incluso, de acuerdo con el mito, los Hijos del Sol, Manco Cápac y su hermana, Mama Ocllo, salieron del lago para fundar el imperio, por lo que el Titicaca constituía algo así como el origen mítico de su civilización. Aún así, los Uros encontraron una solución.
Con la totora (un junco que crece en abundancia en el lago), construyeron islas artificiales, sobre las que edificaron sus viviendas y en las que vivían dedicados, fundamentalmente, a la pesca. Cortaban grandes pedazos de las raíces de la totora que, al ser tejidos vivos, se conectaban entre sí, dando lugar a un soporte flotante bastante firme. Sobre este soporte, apilaban capas de juncos de forma alternada, para constituir una superficie seca, sobre la que edificaban construcciones también de totora.
El sistema funcionó, y los Uros quedaron exentos de los tributos incas, sus islas han llegado hasta nuestros días, si bien como mera atracción turística. No obstante, el precio a pagar fue alto: por una parte, el riesgo de incendio era elevado, dada la combustibilidad de los juncos; además, el fuego no destruía sólo las construcciones, sino también el solar sobre el que estaban edificadas; por otra, al vivir sobre el lago, eran presas fáciles del reumatismo, que amargaba sus días.
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