La escasez de remeros voluntarios, llamados “buenas boyas”, junto con la importancia bélica de esta vieja nave en el ámbito mediterráneo, condicionó la paulatina conmutación oficial de ciertas penas por la de “Galeras”. Será durante el siglo XVI cuando el concepto de pena utilitaria adquiera cierto sentido, más en consonancia con los criterios de la monarquía absoluta.
¿Quiénes iban a Galeras?. Especialmente los mineros, moriscos, gitanos, vagos, armeros, salteadores, escaladores de casas, desertores, blasfemos, testigos falsos, cuadrilleros, contraventores de Reales Órdenes, rufianes, sodomitas, bígamos, esclavos cristianos, resistentes a la Justicia, ladrones cometeros, mascareros, condenados a muerte no confesos, y un largo etcétera. Dentro de la indeterminación legal provocada por el sistema, las penas oscilaban entre un mínimo de dos años y un máximo de diez, que se equiparaba a la “pena perpetua de galeras” completada normalmente con el destierro perpetuo. Se contabilizan numerosos casos de forzados que, habiendo sobrepasado los años correspondientes, continuaban solicitando la gracia de la libertad; algunos lo conseguían y otros seguían cumpliendo servicios en galeras, recibiendo el eufemístico nombre de “los cumplidos”.
Condenaban a galeras los Alcaldes de Corte, Adelantados, Merinos, Corregidores, Alcaldes Mayores, Tribunal de la Cruzada, Correos, Tabacos, Superintendencia de Rentas, Justicias Ordinarias y de Rentas Reales, Lugares de Señorío, Oidores, Inquisición, Hermandad, Generales, Capitanes de Galeras (en casos graves y urgentes), etc. Numerosas disposiciones subrayan la necesidad de que sólo vayan a galeras los condenados por la vía de confirmación de las sentencias, eventualidad aprovechada por los reos que apelaban para, en el ínterin, fugarse o tentar las numerosas posibilidades de esquivar tan duro destino.
Existían cajas de distrito, lugares preestablecidos donde eran depositados los llamados “rematados a galeras” desde donde, y cuando su número sobrepasaba la docena, eran enviados a las cajas principales. De allí, a su vez, se remitían a las diferentes cajas de embarque de Málaga, Cartagena, Cádiz y Puerto de Santa María. Desde el momento que entraban en dichas cajas, los reos pasaban a depender de los Corregidores como delegados reales, ya que cumplían un servicio al rey.
No había una regla fija respecto a las clases de condena. Algunos iban condenados específicamente con sueldo de “buenas boyas”, esto es, como voluntarios; otros que ya habían cumplido, seguían como “cumplidos”, cobrando sueldo. Todo dependía de la voluntad del juez y de las circunstancias.
La edad penal es variable. La tendencia general es el envío de galeotes desde 17 a 50 años, pero hemos constatado penados con menos edad (incluso 12 años) y verdaderos ancianos (más de 70 años). En pleno s. XVIII un joven no es enviado a galeras por ser menos de 25 años.
A tenor de la época, la pena era desproporcionada y el criterio de la monarquía represivo y nada correccional. Cabía la misma pena para el que traicionaba al rey, como para el que cometía pecado de bestialismo, o para el sodomita, ello no es de extrañar ya que no existía una tipificación del delito. Al legislador le interesaba más que el justo castigo, el castigo en si mismo. Sin olvidar que era una sociedad de privilegios donde la disparidad de trato legal ante la Ley era de administración ordinaria, tanto desde el punto de vista procesal – privilegios de fuero especial- como desde el punto de vista penal –exención de tormento, galeras, azotes, etc.- Sin que nos sorprenda la facilidad con que se conseguían indultos y reducciones de pena cuando se “revisaba” el juicio.
A modo de ejemplo, la galera San José, en Cartagena hacia 1730, contaba con 294 hombres de remo, 251 eran forzados y 43 esclavos. Durante la invernada, que solía durar, por término medio, de noviembre a febrero y sin abandonar sus cadenas, la chusma se dedicaba a arreglar cuerdas y lienzos, ayudaba a la reparación y construcción de galeras, o bien trabajaba en los almacenes, en los pontones, incluso algunos de ellos llegaron a trabajar en la casa del Gobernador de Cartagena, lo que motivó la correspondiente prohibición real.
La puesta en libertad solía darse durante la invernada, pero es frecuente el despido en el puerto que se tocaba una vez cumplida la condena. Podía ser en cualquier reino de la Monarquía, desde Andalucía en Castilla a Nápoles en Italia o, peor aún, alguno de los muchos presidios del Norte de África. El galeote liberado tenía que abandonar el barco antes de las 72 horas.
Tras la Paz de Aquisgrán se suprimieron las galeras por Real Orden de 28 de noviembre de 1748. Los forzados serían enviados a las minas de Almacén, regimientos de Ceuta y Orán, a Indias, presidios de África, obras públicas y arsenales, donde, y según la gravedad de los delitos, podían ser destinados a las bombas de achique, pontones, tala de árboles en los bosques reales, buceo, almacenes, fábrica de salitre y pólvora, etc.. Cómo se sabe, la construcción del arsenal de Cartagena se alimentó de esta mano de obra barata hasta su terminación en 1782.
Carlos III, por disposiciones de 31 de diciembre de 1784 y 15 de febrero de 1785 volvería a restablecer las galeras ante el peligro argelino. Su hijo y sucesor Carlos IV, las suprimiría definitivamente por Real Orden de 30 de diciembre de 1803.
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